domingo, 28 de agosto de 2016

No te vayas nunca, Bonomi

1.
Yo atravesaba esa edad de mierda en la que uno muta de niño a algo aún peor. Las hormonas se licuaban y estallaban como supernovas. Las nenas, de última, podían marcar con sangre el momento del cambio, pero lo nuestro era incomprensible y lento. Entender el liceo, además, era admitir que las maestras nos habían estafado, porque había mucho más allá del horizonte de moñas y túnicas no siempre blancas. Había que empezar a usar desodorante y afeitadora, había que hablar de coger, había una profesora para cada tema. La clase se convulsionaba cuando la profe decía "pene" o "vagina"; la madurez que nos gustaba fingir tenía sus baches.

Fue la de biología, una señora de rulos negros como un problema, la que nos condenó a hacer un modelo grande de una célula cortada al medio. Habíamos armado un grupo de marginales (en verdad, los que no se sumaban a cazar de punto a resto eran cazados de punto, como en una cárcel matutina). Cada uno llevaría una cosa. Pedazos de cable para las mitocondrias, media pelota de ping pong para el núcleo, gelatina sin sabor para el citoplasma. Ésa me había tocado a mí. El lugar era la casa de Capalbo (nos acostumbramos a llamarnos por los apellidos o algo así: yo era "el delos"), en Solymar, que para mí eran tierras lejanas como las partes blancas del mapa de Colón. Canelones, la frontera final.

Iba caminando al Devoto. Recuerdo mi mochila y, no sé por qué, el detalle de que cargaba un buzo de material sintético sobre los brazos cruzados, como protegiéndolo. Aunque no tenía lentes (cinco años más tarde me enteraría de mi astigmatismo y de que los bordes de las cosas eran tan definidos), debo haber emitido la suficiente aura de ñoño.

Uno de los dos guachos que caminaban en dirección contraria le hizo una seña al otro. "A éste", le escuché tramar. Y ahí se me acercaron como gavilanes. En mi memoria, eran dos pibes marrones, de piel y de ropas. Capaz porque eran tiempos más marrones que negros: la pasta base aún no se había extendido, no había un término para que la clase media aplicara a los planchas, decíamos "cante" en vez de asentamiento. Nos robaban mochilas con cosas poco importantes, como relojes, los escasos billetes que llevábamos en edades que aún no ameritaban billetera, los championes y las bicicletas. (Recuerdo a un compañero de clase, en pleno recreo, revolviendo las mochilas una por una. "Nadie tiene nada de valor en esta clase", se quejó mientras revisaba, sin éxito, la mía. Nunca le dije nada, ni a él ni a nadie).

Entonces se me acercaron los dos marrones.

-Pará. Danos todo porque te matamos.

Yo me resistí, obvio. Tenía plata justa para la gelatina y el boleto interdepartamental; creo que nada más era de valor. Pero no quería que me robaran.

Caminé para atrás, mientras me iban acorralando contra la nada. Yo aún sostenía el buzo de manera extravagante.

-La plata o la vida.
-¡No, por favor! -les lloré.
-Dale, que si no te la damos.

Gastamos varios minutos en ese diálogo. Yo miraba con súplica a todos los autos que pasaban. Ninguno paró.

-Andá hasta casa y traé el chumbo -dijo el más alto. Mi mente inocente imaginaba que traerían una bala para golpear contra el piso y matarme, no un arma. El argot de los chorros todavía no había impregnado nuestras clases medias. Apenas sabíamos de la existencia de valor. El más bajo amagó con irse, mientras yo pensaba en células, gelatinas y mi muerte joven. Cuando la cosa estaba por llegar a un forcejeo, se acercó una señora con un bebé metido en un cochecito.

-Déjenlo en paz -reclamó la justiciera.
-No se meta, doña.
-Mirá que esta es la que siempre nos da comida -susurró el más bajo.

Mientras dudaban, corrí. Corrí y corrí. Las lágrimas llovían. Me metí en el supermercado. Compré la puta gelatina llorando frente a las cajeras y el encargado. Todos me miraban y nadie preguntó nada. Salí a la parada con miedo. Nunca los volví a ver.

Llegué al remoto Solymar tarde y con la historia de algo corto que para mí había durado demasiado tiempo.

-¿Por qué no corriste cuando se te acercaron, bobo? -me preguntó el dueño de la casa, mientras preparaba el citoplasma.

-Mirá que estos negros corren y corren -dijo Martínez.

Martínez era negro.

(Delito: intento de rapiña y primer trauma callejero.)

***
2.
Yo trabajaba en un cibercafé a cambio de algo así como la cuarta parte del salario mínimo. Tendría unos 18 años. Esa instalación larga llena de computadoras y coronada, al fondo, por dos cabinas para llamadas internacionales era el primer trabajo en el que no tenía a mi padre como jefe. Conocí coreanos recién bajados de los pesqueros que querían comunicarse con sus familias y que casi no podían comunicarse conmigo. Conocí, muy tarde, las maravillas de un internet que en mi casa no había. Conocí gordos pajeros que pedían las máquinas del fondo, miraban porno mientras se acariciaban la pija por encima del pantalón y finalmente se metían en el baño por mucho rato. Conocí madres que skypeaban a los gritos con los hijos que se les habían ido al primer mundo para escapar de la crisis. Conocí una mina preciosa que tuvo un ataque de epilepsia. Traté de correrle la lengua para el costado y me mordió hasta hacer sangrar los dos dedos preferidos. Después se despertó. No le cobré.

Una vez, uno de pelo largo me pagó de menos. Era algo común, con ayuda de mis problemas para hacer sumas y restas simples. Pero éste tenía madera de estafador, y me sostuvo el billete unos segundos, antes de arrepentirse para buscar cambio. Con el tacto del papel en mis huellas dactilares, lo escuché esperar el cambio.

-Pero no me pagaste.
-¿Cómo que no? Te dí el billete.

Yo dudé, mientras las viejas empezaban a murmurar descontento ante la demora.

-No, no me lo diste.
-Bueno, valor, si querés llamamos a la Policía y que me revisen.

Ante el complejo trámite burocrático, le di el cambio y seguí atendiendo a las viejas Skype.

Ese día la caja cerró con un déficit que descontaron de mi sueldo descremado.

(Delito: estafa simplona e implantación de paranoia cada vez que cobraba.)


***
3.
Mismo cibercafé. Mismo año. Entró un tipo con gorra blanca y me plantó un cuchillo de carne sobre el escritorio.

-Dame la plata porque te mato.
-Pero mirá que las cámaras ésas [de las computadoras] están prendidas y graban todo.
-Mentira. Dame la plata porque te mato.

Era mentira, claro.

Con manos que temblaban, abrí la caja y empecé a juntar monedas.

-Eso no, pibe. Dame lo grande, dale -ordenó, mientras miraba para afuera, perseguido.

Le di los billetes, que arrugó en su bolsillo, y se fue. Ahí empezó a crisis de pánico, ante la inacción de la gente que chateaba o miraba porno.

Ese día cerré el ciber temprano y no dejé que me descontaran nada. Qué también.

(Delito: rapiña y primer ataque de pánico, algo raro que se haría costumbre con los años.)

***
4.
Navidad. No recuerdo época, pero sí que Stirling era el pobre ministro del Interior que tuvo que prepararse para las hordas que bajaban del cerro y saqueaban todo a su paso como orcos. Terminó siendo una leyenda urbana que se sumó a la del Negro Rada que se levantó indignado de la mesa de Mirtha Legrand y el mito de la muchacha que cayó en la emergencia de un hospital con medio pancho adentro.

El habitante de la casa de al lado, a la derecha, era un señor llamado Orlando. Ex bombero, pelirrojo en los pelos que le quedaban, viudo. Antes de la muerte de su mujer, Olga, entrar en su casa era una experiencia barroca: la iluminación baja, el empapelado verde aceituna, las tazas de porcelana, los gatos omnipresentes, la pileta gris de lavar ropa, los cubiertos de plata adornados, el horno siempre sacando tortas para vecinos y nietos. Cuando murió Olga, una sombra tomó la casa y el terreno. Las enredaderas cubrieron la pileta de lavar y algunas paredes. Las salidas de Orlando a mundo exterior eran infrecuentes. El pasto y las hierbas del fondo crecían sin control en una anarquía vegetal. Cada tanto, como changa, yo cortaba esa maleza casi amazónica como podía, con una azada, una tijera y una máquina de cortar pasto que se trancaba y sobrecalentaba ante tanto y tan duro pasto. Una vez encontré una serpiente, que probablemente fuera una vívora aumentada por la lupa del miedo.

Nos separaba del terreno de Orlando una valla simbólica: tres alambres con medio metro de separación que atravesaban tres pilares mohosos y clavados sin mucha dedicación. Esa navidad, mi madre se puso a gritar. Salí del cuarto y vi a un pibe que tiraba la bicicleta para el campo de Orlando, pasaba entre los alambres y se disponía a salir por la casa del vecino, que tenía apenas un murito en la entrada; nada que ver con nuestro portón de hierro y nuestros pilares de dos metros de altura.

El chorro tuvo la mala suerte de que justo estuviera llegando mi padre.

Se bajó del auto, interceptó al pibe y, no vi cómo, lo bajó de la bici que ya había abordado.

-¡Tirate al piso! -le ordenaba, mientras intentaba trancarle las piernas. Yo intenté ayudar, pero el pibe estaba firme como un soldado de plomo.

-¡Soy menor, señor! -intentaba convencernos. Al final, cedió, y mi padre lo redujo al piso. Yo le pegué una patada de garrón. En sus brazos había heridas y  machucones.

Todo eran gritos. Mi padre le pidió a mi hermana una manguera para atarlo, y ella entendió que era para mojarlo. A mí me dijo que trajera el revólver de casa, uno que no existía, y le contesté que si lo matábamos íbamos a tener problemas. Fue una buena respuesta, aunque mi padre no dudó en condenarla cuando todo había pasado.

Al final llegó la Policía. Lo esposaron y lo tiraron en una camioneta, mientras  un oficial nos decía que no, que no era menor y que tenía ya varias entradas. Recuerdo que el pibe gritaba demasiado y que, cuando reclamó la gorra que se le había caído, un policía dijo "ay, pobre" y la revoleó hacia la mitad de la calle.

Se lo llevaron. Madre me mandó a la ducha con mi ropa llena de sangre. Me acuerdo de los chorros rojos diluidos en agua que corrían, pero no pude lavar la culpa de la patada de garrón, Pasaron 16 años y todavía no la pude sacar del pozo de las cosas que hice y que no estuvieron bien.

(Delito: intento de hurto y una traición de mi parte.)


***
5.
Flashback. Mucho antes, cuando vivíamos en una casa pobre de paredes de yeso. Había un galpón lleno de porquerías y cuerdas con ropa. Prácticamente todas las noches desaparecían cosas de ambos lados. Era una época previa a los alambres de púa y los cables de alta tensión en el límite entre las casas. Era fácil despertarse con ruidos de gente correteando por el fondo. Una vez, desde una de las ventanas, vimos a dos chorros atravesando todo el terreno y trepando al unísono el murito, para escapar de una sirena que sonaba en la calle de atrás. Teníamos un galpón sin puertas lleno de porquerías, que cada tanto desaparecían.

Mi viejo, harto de los robos, se quedó toda la noche despierto en nuestro cuarto, con una chumbera que apuntaba al fondo, semiarrodillado entre osos de peluche y cuadernos. Mi madre opinó que era una locura. Él combatía el sueño con un termo incansable. Como si hubieran sabido, no aparecieron.

Un tiempo más tarde nos tocó descubrir algunas ropas destrozadas en la cuerda. Pero este misterio fue fácil: era un caballo que se metía en el terreno y masticaba nuestras remeras y pantalones.

(Delito: hurtos varios y una imagen de padre-francotirador difícil de borrar.)

***

6.
Hace unos años, cuando la oposición ya había viralizado el renunciá, Bonomi. Veníamos de una velada con mi padre, un amigo de él, su hijo, mi novia y yo. Fue una cena agradable, o sea, inusual. Esa noche, cuando dos invitados se estaban yendo, un auto paró de golpe. Bajaron cuatro hombres armados y se llevaron el auto que había estacionado. Quisieron entrar mi casa, pero el portón estaba cerrado. "¡Abrí!", le ordenaron a nuestro invitado, arrodillado y con un cañón en su cabeza y otro en la de su hijo. No tenía forma de abrir. Le pegaron un culatazo. Yo estaba mirando por el ventanal del living, impotente ante la espera del 911. Cuando vieron el brillo del celular, uno dijo "vámonos que ya llamaron". Y se fueron.

(Delito: intento de copamiento, paranoia ante cada ruido de la calle y una pregunta negra: ¿qué habría pasado si entraban?)

***

7.
Fue una mancha que se derramó este año sobre Buenos Aires, esa ciudad que aún no entiendo bien. Y ahora menos. Dos motochorros pararon en una calle lateral a la 9 de Julio. Uno me pegó y me robó una mochila llena de cosas valiosas, mías y ajenas. Me quedaron la billetera con los documentos y la plata, más el peor ataque de pánico de mi vida. La cercanía en el tiempo y en mi memoria es tan corta que más de un párrafo me haría daño. Por suerte, Jenny y Canalda me salvaron la cabeza: la primera desde allá y la segunda desde acá. No sé qué sería de todo sin gente de oro como ellas.

(Delito: rapiña consumada, recuerdo del hecho al menos una vez por día y un chichón en la frente que a los pocos días dejó de doler, aunque todavía duele.)

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