miércoles, 5 de febrero de 2014

Todos los trabajos son de terror (I)

Montevideo, 2009. Año de mierda.



-Bueno. Decime, Federico: ¿conocés lo que hace la empresa?

-Claro que la conozco, forra. Ustedes son los que llenan de spam las casillas de mail, las páginas web y las bolas con ofertas de cosas que compran de a cien y venden cupones de descuento de viajes o depilaciones para nuevos ricos que tienen que empezar a aparentar un nivel de vida que esperan mantener por mucho tiempo.

Eso fue lo que contesté para adentro, aunque no lo creía del todo. Y usé "forra", que es algo bien de forro. Para el otro lado, para afuera, sonó algo más parecido a:

-Sí, claro.

Ella, la de recursos humanos, tiene un bronceado de cama solar o de Europa. O de cama solar de Europa. Sus manos están libres de anillos y de imperfecciones. Habla con un dejo de simpatía cheta y está masticando chicle o superioridad. Debe vivir en un piso alto de un edificio alto. Parece sacada de la foto de una publicidad de la empresa para la que trabaja. Capaz la eligieron por eso, o las horas de cubículos y buen sueldo la fueron convirtiendo en el modelo de consumidora de la compañía. De tanto mirar al axolote se convirtió en el axolote. Y yo también me estaba metamorfoseando pero al revés, en gusano. Yo, que siempre odié la postura de hater superado -esa forma de negar al otro que no es más que esforzarse todo el tiempo por reconocer su importancia- me estaba convirtiendo en uno y hasta pensaba con palabras porteñas. Qué forro.

-Una mierda -me había contestado el conocido que me recomendó para el puesto de trabajo cuando le pregunté qué onda. -No vas a tener tiempo para nada pero el sueldo está bien. Muy bien. Eso sí: si tenés miedo a convertirte en un yuppie ni vengas.

-Mirá, la verdad que a lo único que le tengo miedo es a ser un fracasado, pero como eso ya sucedió no hay drama, viejo -quise contestarle, pero tenía que empezar a preparar una falsa seguridad en mí mismo que combinara mejor con mi camisa preferida, la que llevaría a la entrevista de trabajo: marrón a cuadros, manga corta, bolsillos grandes, botones fáciles de desabrochar cuando vuelvo tan en pedo que me despierto en el 109 y me doy cuenda de que me pasé a veces de parada y otras de departamento. Es menos grave de lo que suena: la casa de mis viejos (en ese momento y los primeros meses de vida emancipada, por efecto residual, "mi casa") queda en un barrio envejecido y alienado que está en Montevideo pero al borde de Canelones y al borde de otro barrio de murallas altas y garitas rellenas de guardias de seguridad que custodian casas tan feas como queremos creer de todo lo que es inalcanzable. Un barrio cercano que nos muestra lo que nos gustaría ser. En el otro límite, un cante donde los tiroteos y los incendios de los ranchos nos recuerdan lo que no queremos ser. Habría que escribir sobre Carrasco Norte. Un lugar raro. Supongo que todos los barrios son de terror.

En fin: a mi recomendante le dije que sí, que claro, que no había problema con el horario ni con los dos ómnibus que me tenía que tomar (barrio de mierda, también en eso), que no me vendría mal el sueldo. Sueldazo. "No me viene mal". Qué mentiroso hijo de puta. Porque no es lo mismo no venir mal que venir desesperadamente bien. Esa forma de mentir que es decir la verdad pero ocultar el alma de los hechos. Bueno, el alma es que necesitaba plata urgente para dejar de rascar las monedas del fondo de una alcancía con bulimia que me pagaba los vicios, mientras tragaba el remordimiento y la comida en cada cena salida 100% del bolsillo de padres que -como en esa canción de Cabrera que ya no me queda- gritan otro idioma.

La entrevista, nada.

-¿Qué creés que podés aportar a la empresa?
-Unas ganas enfermizas de que me expriman en un trabajo repetitivo por un sueldo que no amerita el vaciamiento de alma, atenuado sólo por los viernes casual y las canastas navideñas que entre las latas de atún y los pandulces contrabandean la culpa de la explotación.

-¡Buenísimo! ¿Y cuáles creés que son tus cualidades?
-¿Puedo repetir la respuesta anterior?

-¡Excelente! Y decime: ¿sos bueno para trabajar en equipo?
-No, la verdad que no. Una mierda. Nunca puedo llegar en hora a ningún lado porque una fuerza magnética de origen sobrenatural me atrae hacia la cama con mi complejo de bicho bolita. Pero además de eso me distraigo con facilidad, soy una víctima frágil del procrastinamiento, chequeo mil veces todo lo que hago, soy lento, soy ansioso, soy inseguro y termino cediendo las cosas a regañadientes. Bah, inseguro no... digo, no sé. O capaz sí. Yo qué sé. ¿Vos cómo me ves?

-¡Bárbaro! Ahora vení por acá para la prueba.

La prueba (¿o La Prueba? ¿o LA PRUEBA?) era redactar dos anuncios similares a los que cada día se suben a la web y saltan en pop-ups que, como los inquietos en el cine y los altos en los recitales, tapan lo que de verdad queremos ver. Uno de los avisos era sobre un hotel de cuarta en Mendoza y otro, de meriendas carísimas para gente que tiene "tomar el té" como actividad social semanal y no como un placentero complemento de todo lo que se puede hacer frente a un monitor. Terminé LA PRUEBA y miré por la ventana. Piso mil de la torre gemela que está más al mar. "Si fueran plantas la otra sería la hermana boba", pensé. La vista da al asco de negocios de 26 de Marzo y, más allá, Kibón, que nunca entendí qué vinculación tiene con los helados. El mar, en su versión pocitense, se muestra menos marrón para gente menos marrón que, como si fuera un nene que logró unir sus dos primeras fichas de lego, no se molesta en mirarlo. Una vista preciosa, supongo, para la gente que tiene facilidad para disfrutar de esas cosas, o de las cosas en general.

Termino y saludo con mi entusiasmo mejor fingido. Paso por un comedor donde las secretarias comen de sus tápers tristes. Salgo al pasillo. Bajo por el ascensor que me subió, un casi autómata que cuando apreto el botón avisa con voz de locutora robot sin acento alguno que voy a la planta baja, por si soy ciego o pelotudo. El tablero, además de los redondeles fríos de metal, tiene tres rendijas para llaves, de esas que llevan a pisos en los que pasan cosas. Nadie en este mundo puede decir que es importante hasta que tiene en su llavero una llave para un ascensor con llave.

En una esquina, un ojo de androide me vigila -los pasillos también están llenos de cámaras- y le clavo mis ojos color aburrido, mientras bajo los mil pisos, pensando en qué pensará el uniformado color marrón agua montevideana que me está mirando. ¿Se estará incomodando? ¿Se estará cagando de risa? ¿Me estará mirando fijo también mientras me desabrocho la camisa sin dejar de mirarlo -botones fáciles- y fantaseará con que me voy a desbolar en ese móvil ataúd (Cabrera, otra vez Cabrera, usa esa expresión para referirse a un subterráneo. Nada más parecido en eso y opuesto en todo que un ascensor)? ¿Mirará a su compañero de reojo para ver si está dormido para poder seguir mirándome mirarlo sin complejitos? ¿Seré su anécdota del día y me contará a su mujer cansada?

Ya en el piso de abajo, marco la tarjeta, porque cuando entré me pidieron la cédula y me dieron una tarjeta magnética de visitante. Según algunas películas es más fácil colarse en el edificio de la CIA. Supongo que, como en Carrasco Sur, la gente siente que las cosas, más allá de que puedan correr riesgos o no, son más importantes cuando hay un guardia de seguridad antes.

Me fue mal, claro. Contrataron a una mina egresada de la Católica, o me lo inventé porque a toda la gente que no banco le encajo la Católica, lo que no significa ni ahí que toda la gente que estudió ahí me resulte detestable (el horno no está para bollos, me dicen, y si no fuera muy inapropiado en el contexto me encantaría retrucar que hornear bollos es exactamente la función de un horno).

De eso me enteraría después. Ese día la espina fue otra: era la jornada hippie (o, mejor: jipi; ver el post de Valizas, mi único y seguro último hit) de liberar libros y yo involuntariamente liberé mi camisa preferida en algún punto del trayecto hacia mi novia de ojos verdes, la del talento, la sin problemas para disfrutar de las cosas, la que hacía que la vida fuera un poco más algo y un poco menos nada. Me la trajeron de Estados Unidos (a la camisa) así que no me podía comprar otra. Igual, ¿con qué plata?

No quedaba otra: tenía que seguir buscando trabajo.