lunes, 25 de noviembre de 2013

Pasan cosas atrás de la cortina*



Dibujo de Uni.

El pibe es el último en entrar. Es de noche y la casa muy probablemente está en el Cerro, porque para el pibe todo lo que queda lejos es el Cerro. Tiene nueve años, una hermana y poca calle. Los ojos alambrados con pestañas de nena -dicen mujeres que ofician de tías- capturan imágenes a pesar de la poca luz: un cuarto separado del living por una cortina de cuentas de madera, un banderín del Frente, fotos viejas de gente cuando era joven.

La familia visitante, que no la pasa tan bien como para que el censo los ubique en la clase media pero tampoco tan mal como para ser pobre, se acomoda en las sillas incómodas del living-comedor. Los recibe la pareja de la casa. No son ni viejos ni jóvenes y no tienen rasgos tan definidos como para quedarse en la memoria del pibe hasta que ya no es un pibe.

Hablan en voz baja mientras el pibe y su hermana menor se dedican a aburrirse. Ella es fuerte, dice la dueña de la casa, a quien fue a visitar la familia. Es por el color de pelo. Ahuyenta las malas energías. Es la única pelirroja de la familia además de uno de los abuelos. El resto no tiene el espíritu blindado por esas defensas anímicas y capilares, en especial la madre. Hace tiempo le pasan cosas. Se siente mal, vomita, le duele la cabeza. Los médicos no le encuentran nada, así que el problema tiene que ser esotérico. Hay sospechas de trabajos de magia negra por parte de un familiar medio cercano, de los que se abrazan en los asados y se defenestran mientras se lavan platos, vasos y dientes llenos de grasa.

El padre es de los que no creen en nada pero no descartan que haya algo. La madre al revés: cree en todo. Un combo de maíz, un pollo degollado y unas velas al costadito del cordón de la vereda provocan tanto horror como encontrar -como 10 y poco de años después- un 25 en la mochila del pibe. 

La dueña de la casa dice que lo suyo no tiene nada que ver con la religión (o algo así: todo fue hace mucho y el pibe no tomaba apuntes ni usaba grabador). Cuenta sobre cuando se le despertó el don: el nene de una amiga se sentía muy mal y cuando le tocó la panza vio los órganos por dentro y le chispeó en la mente una palabra: hepatitis. Los médicos lo confirmaron. Ahí empezó a creer.

La madre del pibe y la señora con poderes se meten en el cuarto de la cortina de cuentas de madera. El pibe y su hermana miran en la tele algo que no les interesa en un canal abierto mal sintonizado. El rato es largo o se les alarga por ese tedio que sufren los niños a los gritos y los adultos en silencio.

La madre sale, capaz con ojos de haber llorado, y el padre le extiende al señor de la casa -no a la curandera: al señor de la casa- un billete importante. No acepta. Insiste. Acepta.

En el camino de vuelta el pibe dibuja en el vidrio empañado y la hermana le arruina su obra con rayones de hija más chica o de envidia (el pibe quiere ser dibujante o arqueólogo, porque todavía no sabe nada sobre palabras como talento o desempleo). Los padres van secreteando en un código torpe: creen que los niños entienden menos de lo que entienden. Después de una pausa larga, casi llegando a casa, el padre suelta una frase que el pibe probablemente escucha por primera vez:

-Es creer o reventar.