sábado, 21 de septiembre de 2013

Un uniforme es un uniforme



Dijo que se llamaba Vázquez y aunque importara no le creería: en ese lugar nadie dice el nombre porque nadie lo pregunta. La gente deja el saco y la identidad -todo lo que pesa- en el perchero que está al lado de la puerta que abre con chillido. Mientras esquivábamos las miradas de una veterana de pelo teñido y piel desteñida y nos esforzábamos por evitar cualquier gesto que ella pudiera interpretar como una invitación a la mesa, Vázquez o quien sea me contó que era secúriti. Lo dijo como si hubiera estado semanas ensayando la palabra frente al espejo para no equivocarse, igual que un pibe sin talento que prepara la prueba de ingreso de la EMAD.

Tenía la piel oscura y las ojeras tatuadas en la cara. Yo nunca sé calcular la edad pero creo que alguien que sepa también habría tenido problemas. Los ojos estaban rojos; capaz por el humo de gente que se cagaba en los decretos (Vázquez de nuevo), capaz por el whisky nacional que se tragaba difícil y se evaporaba fácil y al tomar inflamaba las venitas como enredaderas rojas, seguro no por llorar. Yo también los tenía así. Me vi en el espejo del baño mientras él sacaba del bolsillo delantero de su uniforme negro y amarillo una obsoleta tarjeta de Antel para teléfonos públicos que mostraba en una de sus caras lo que en tiempos mejores había sido una foto de unos pinos bobos y hoy era un bosque deslucido, fantasma. Cédula, Tarjeta Joven, Socio Espectacular, RedBrou. Siempre tuve la idea chota de que la tarjeta elegida dice todo sobre el que la usa.

Su trabajo era estar diez horas en el supermercado cuidando que los planchas no se robaran las cosas que él con su sueldo no podía comprar. El jefe de seguridad -un gordo que parecía vivir sólo en base a una dieta de milanesas mal freídas que engullía en un altillo lleno de pantallas blanco y negro y que pasaba mirando porno en una ceibalita- le hacía sonar dos veces el walkie talkie cuando entraba alguien con pinta de pobre, y esa era la señal de que tenía que perseguirlo con los ojos clavados en sus manos como dos tanzas con anzuelo. A veces caían vecinos suyos que, como él, trabajaban lejos del barrio (no sé cuál: en ese lugar nadie dice de dónde es porque nadie lo pregunta); si lo reconocían miraban las verduras, compraban el vino más barato y se iban a buscar una vieja o alguna otra cosa que pudieran hacerse sin un arma y con riesgos mínimos.

Era mitad de mes y cobraba todos los primero. Me mostró la billetera -fotos de un niño de pocos meses y otro de dos años que bien podrían ser el mismo, ninguna señal de esposa a pesar del anillo- y le quedaban tres monedas de 50 centésimos, de las que ya estaban fuera de circulación.

-Lo que es no valer ni dos pesos -rió al aire, y era apenas un poco en chiste.

Antes de invitarle el próximo trago ya sabía que no iba a aceptar, como si estuviera todo mal con pensar que había de su parte la mínima intención de dar lástima. Ahora, pensando en ese bar, se me ocurre que capaz no elegí bien la palabra: "trago" suena a algo que se sirve en vasos lavados.

Quedamos en un rato larguísimo de contemplar toda la nada de ese lugar. Antes de dejarme terminar de leer tras la capa omnipresente de grasa las letras chicas de una de esas pruebas de oftalmólogos que colgaba de una pared, se levantó y largó algo entre la despedida y la tos. Salió esquivando a la puta vieja, que estaba apoyada en el perchero y tenía una especie de ataque de tuberculosis mientras un delivery pelado que en una mejor vida hubiese sido rugbista se le acercaba con falsa preocupación y un sincero manotazo en el culo huesudo.

Nos cruzamos un par de veces más sin saludarnos. Creo que había un pacto o algo de eso, una cosa un poco menos explícita y más inquebrantable. En un momento no lo vi más. Un tipo que había dejado de pasar merca para dedicarse a cosas un poquito más turbias me contó que una madrugada unos chorros le metieron un chumbazo desde un auto pensando que era un policía. Habían robado un Maruti blanco con vidrios esfumados, y desde adentro un tipo que pasa casi la mitad del día cuidando góndolas con pañales y championes es casi lo mismo que un botón. "Un uniforme es un uniforme". Me contó la historia dos veces, cada una con palabras levemente diferentes, sin sacar la vista del celular. Aunque es un mitómano conocido tuve que creerle o hacer como que le creía, porque en ese lugar tampoco se pregunta si los cuentos son verdad.