jueves, 27 de marzo de 2014

Todos los trabajos son de terror (II)

(Segunda parte de esto.)

"¿Quién me mandó ser telefonista?
¿Desde cuándo esa es mi vocación?
Enmudecer no estaría mal
(se me da mejor escribir que hablar)
o simplemente ser vegetal
o quizás proteína o derrame cerebral".
"Telefonista", de Carmen Sandiego. Inédita.


Había un capítulo bastante bueno de Hermanos y detectives, la serie de Damián Szifron, también creador de Los Simuladores. A hermano y detective grande se le armaba un bardo porque una trabajadora social lo estaba evaluando para decidir si se podía quedar con hermano y detective chico o lo mandaban a un orfanato. (Dos cosas que nada que ver: uno, no recuerdo trabajadores sociales retratados desde un costado amigable en la ficción mundial, salvo Falcon, el superhéroe negro neoyorquino de los Avengers; dos, qué buena idea Los Simuladores, esa mezcla de Los Magníficos con una hipérbole del chanta bonaerense, cuatro ultimate cagadores, o una forma inteligente de procesar -un freudiano diría elaborar- la imagen de Argentina que tiene el mundo; eso más un leve barniz moral). Hermano y detective grande, además, tenía que resolver un caso de un francotirador que mataba gente desde algún edificio del centro. Al final (SPOILER) era un viejo frustrado que trabajaba en un call center. Siempre me pareció un poco exagerado.

Eso hasta que empecé a trabajar en un call center y empecé a no entender cómo hacía la gente que trabaja ahí para no matar a todos.

Ojo: hay call centers y colsenters. Yo conocí a una mina que saltó por la ventana de Informes 20 porque la estaba volviendo loca. Saltó metafóricamente, digo, pero seguro que alguna vez pensó hacerlo de verdad. La llamaban más que nada pendejos para que les resolvieran los deberes o gente que sólo quería conversar y no tenía con quién. La gente sola es más angustiante que los muertos.

Eso último también le pasaba a una amiga que tuvo que trabajar en una hot line. No, los pajeros no eran lo peor. Con ellos la relación era más promiscua: llamaban un día a Susy y otro a Jennifer, y con la acabada se terminaba el contrato y la llamada. Con el exorcismo de esos mililitros de chele que aterrizaban en un pañuelo elite terminaba la simulación de ese algo que ninguna de las partes creía, como el goce (lapsus: puse "coge", que es anagrama) teatral de una puta. De los que llamaban, los peores no eran los que necesitaban un monte de Venus sino un abrazo. Gente vieja y sola, gente joven y sola. Gente que pedía siempre con Susy o siempre con Jennifer. Algunos se aburrían de hablar de sexo; la orden del día incluía sus familias, sus trabajos o nada: sólo hablar. El juego -perverso- era mantener el interés para que el tipo no cortara, siempre evitando con más o menos elegancia las invitaciones a tomar algo que tarde o temprano llegaban y que una cláusula en el contrato de las operadoras prohibía. Tampoco estaba permitido pasar un teléfono, una dirección, un mail, un facebook, una foto.

Una compañera de esta mina le contó que había un tal Sergio que llamaba día por medio. Parecía que estaba impostando la voz ronca todo el tiempo para que pareciera más grave. Le decía "linda" cada tres palabras. En los pasillos, en los veinte minutos o en los diez - así se particionan los descansos- se lo imaginaban como un pendejo de 15 años con acné y se reían, pero con el tiempo Venus dejó de prenderse a los chistes. La verdad, le confesó a mi amiga mientras trataba de prender un cigarro suelto de quiosco, era que se estaba enganchando. Un día que la supervisora faltó para hacerse el PAP, Venus le dijo a Sergio que era Mariana y que la pasara a buscar después de su turno. Supongo que se animó como un cajero mete la mano en la caja chica o una vendedora de ropa se roba una bombacha. Arreglaron la hora pero Sergio nunca llegó. Llamó al otro día.

-¿Qué onda?
-Te tengo que decir algo.
-...
-Pasa que soy mujer -dijo Sergio con una voz aguda que era la de verdad.

Cortó y no volvió a llamar.

Mi amiga también me contó de la vez que un viejo le dijo que la quería. Ella se rió, siguió la charla y cuando terminó se pidió la media hora, se encerró en el baño, abrió la canilla fría al máximo, se sentó en el water y explotó en un llanto de lágrimas calientes que le quemaron los ojos como chorros de volcán. "Me siento una mierda", me dijo. Yo seguía dudando del cuento de Sergio pero igual le presté un abrazo largo, tibio, inútil.

Ahora me toca a mí. Primer día de la capacitación del call center. Estoy lleno de sueño. Es demasiado de mañana para un noctámbulo insomne y que nació en modo low bat, pero (de esto me enteraría un cacho más tarde) en este call center el tiempo funciona de forma un poco peor que afuera.

-Bueno, antes que nada, este trabajo tiene una peculiaridad: la mayoría de la gente que trabaja acá está sobrecalificada. O sea, todos ustedes son mejores que este puesto.

Hubiera cerrado los ojos en señal de suspicacia, pero ya los tenía cerrados por el sueño. Nadie te hace levantarte tan temprano para halagarte. Ya empezamos mal.

Seguimos peor. "¿Los días de capacitación son efectivos?", pregunta desde el fondo y desde abajo de su cerquillo negrísimo una piba de vaqueros y actitud igual de rotos. Efectivos: maneja el slang, sabe cómo viene la mano y quiere saber si nos van a pagar la semana de adiestramiento a los 25 tristes apilados en un cubículo de paredes de vidrio y unidos apenas -y hasta por ahí nomás- por el frío y el desempleo. El adiestrador -la rotita, Johnny Rotta, seguro conocía una palabra más apropiada- contesta haciendo un esfuerzo alienígena para no cagársele de risa en la cara.

No, claro que no son efectivos. Si me preguntan, son lo contrario a efectivos. Pero nadie pregunta.

Debería sentarme al lado de ella y dedicarnos a reírnos de todo y de todos con maldad sulfúrica, pero estoy demasiado dormido como para lo que sea. Trabajó en varios de estos, se fue de su casa de muy chica y tiene una relación intensa con sus padres; de todo esto sólo contó lo primero, pero lo otro es obvio.

El domador de gente reparte el manual del buen operador. Es un folleto impreso en unas A4 dobladas, con un nivel de onda parecido al de un panfleto de una comunidad anarquista. Los opuestos se toquetean. El objetivo de la biblia del perfecto telemarketer (así se llama en lo que nos deberíamos convertir después de dejar la piel vieja en el cubículo de vidrio) es apoyar el proceso complicado de metamorfosis que se requiere para trabajar en un call center que vende servicios para otro país. Hay que llamar a España. Hay que evitar expresiones locales y usar palabras de España. Si los clientes preguntan, hay que decir que estamos en un edificio en España. Todos los relojes (los de las paredes, los de los teléfonos, los de las computadoras) están con la hora de España. Antes de atravesar la puerta y marcar tarjeta, son las 8 am; después de que el aparatito contesta con un piiip malhumorado son las dos de la tarde. Esa esquizofrenia espaciotemporal duele más cuando uno sale a las 21 pero en el exterior de la burbuja de cemento, aluminio y emprendedurismo son las 15. El cerebro piensa en noche y se encuentra con la luz de un sol cagón de otoño, porque acá el tiempo funciona de forma un poco peor que afuera.

Lo otro es el lenguaje. No se puede decir costo porque significa una piedra de porro, así que es coste. No se puede decir correr. Está prohibido que se escape un ta o un che. Las palabras de origen anglo se pronuncian como se escriben: wi-fi es "uifi", Orange es "oranje". Nunca pronunciarás la palabra celular, que en la Madre Patria suena a biología. Siempre móvil. Hay que ustedear o tutear, pero JAMÁS vosear. Otra esquizofrenia más, una arriba de la otra, más el peso de los días de cansancio, pueden ayudar a que la gente descubra que abajo de sus peores cosas hay cosas aún peores.

"Buenas tardes, soy Federico y le estoy llamando de Movistar": exactamente así había que empezar cada llamada, según el entrenador de humanos. Nada de "mi nombre es" o de "trabajo en". Lo ensayamos en la capacitación antiefectiva mil veces, repitiéndolo como un mantra para que se quedara pegado del lado de adentro como melodía infantil o como nicotina en los pulmones. "Buenas tardes, soy Federico y le estoy llamando de Movistar". "Buenas tardes, soy Federico y le estoy llamando de Movistar". "Buenas tardes, soy Federico y le estoy llamando de Movistar". "Buenas tardes, soy Movistar...".

La gente. Cada chafi. En los recreítos, en los almuerzos con gusto a microondas y en la sala de descanso, que tiene una mesa de ping pong que funciona como dispersión y como carnada, cuando la rota deja hablar al resto, van apareciendo. El treintón con cuerpo de rugbista que fue policía y se llenó de coimas y anécdotas que no debería contar. El profesor con una calvicie deprimente para su edad corta, pálido y rubio, todo desteñido él, que de noche da clases de historia para darle de comer al pibe de dos años. El jipi que vivió en Venezuela y la policía le robó como castigo por porte de documento extranjero, que cuando podía dormir soñaba con vivir del dibujo. La pendeja dark de ojos más que oscuros, adentro y alrededor, que se esfuerza por esconder bajo las mangas largas el souvenir de dos cortes asimétricos, uno por brazo. La vieja que no entiende nada de nada de nada.

Y yo.

Terminó la semana. Hay líderes, enemistades, coqueteos, competencias. Ya somos un grupo, con sentimientos de pertenencia y un cable de teléfono invisible que nos une. La prueba (LA PRUEBA) es dura. Todos están en el cuarto y van agarrando el teléfono para vender un plan de mierda a un gallego (El Gallego, el encargado al que clavaron en el Tercer Mundo con la tarea de velar por que los indios se comporten), que está en su oficina. El premio por aprobar es ganarse un cubículo minúsculo con una computadora vieja y un teléfono sofisticado del otro lado del vidrio. En caso de fracaso, el castigo es el fracaso de haber fracasado al intentar entrar en un lugar fracasado. Es el caso de la bobita de 19 años que estudia derecho: en pleno acto de venta de mierda se quiebra y sus ojeras se ponen a llorar, mientras se agarra el pelo planchado. Manotea sus cosas y se va, pobre y apagada, por el pasillo, revolviendo su bolso caro sin dejar de taconear hasta encontrar un rollo de papel higiénico. Me toca a mí, y no me va tan mal con el falso cliente. Al menos no tan mal como se esperaría de alguien incapaz de venderle nada a nadie. El personal trainer lee la lista de los que quedamos. Todos menos la bobi. Cuando el tipo pronuncia mi nombre, me doy cuenta de que la noticia me alegra y siento un asquito tóxico de mí mismo.

De afuera, la empresa es un galpón de aspecto turbio, cerca de la terminal de Río Branco, en una calle poblada de ruido, casas de repuestos y basura. Adentro no se parece en nada a las imágenes luminosas esterilizadas de call centers que cuelgan en la web. Para empezar, casi no hay gente linda, y no hay uniformes blancos ni dientes blancos. Las plantas son de un plástico inmortal y deprimente. Los bordes de la alfombra están levantados y los escritorios exhiben la mugre anónima de los lugares donde todos los días se sienta una persona diferente. Suena la campana y entramos como vacas, a elegir el cubículo que quede más cerca de la ventana pero más lejos de donde se sienta el supervisor.

Como el ser humano, el telemarketer empieza siendo junior. Junior significa que somos peores que los senior, y nos encargamos de llamar a malos clientes para ofrecerles malos planes. Es el primer día efectivo, y cae la primera llamada. Ensayo el mantra empresarial para adentro mientras suena el túu túu.

-¿Hola?
-Hola. Digo, buenas... me llamo... soy Federico y te llamo de Moves... Movistar, y quería saber si... blllrlghsjk

Cuelgo. Claro que está prohibido colgarle a los santos clientes, pero la presión es insoportable. Mientras, una piba de nombre ruso mete una venta en su primera llamada, y otra, y otra. Un peso más de comisión. Yey. Yo intento una segunda llamada que falla, y una tercera que falla más. Capaz que me tengo que ir a la mierda, pienso demasiado tarde. La supervisora no sabe mi nombre, pero escucha alguna de mis llamadas catastróficas y me dice que tengo que hablar más tranquilo.

-Y también tenés que sonreír. Vos dirás que no, pero del otro lado del tubo el cliente lo nota.

Contengo mis ganas de sugerirle usos proctológicos con el tubo y salgo de España a tomarme los diez. Me tiemblan las manos y rompo varios fósforos antes de poder prender un cigarro. Pienso en el alivio de la renuncia y en la severidad de mis viejos. Pienso en Facultad, que no voy a poder cursar. Pienso en la plata, que no voy a cobrar hasta dentro de un mes. Terminan los diez y el cigarro. Vuelvo a España, al cubículo. Levanto el tubo y ya no pienso.

Pasó una semana. Hay cambio de horario para que el país ahorre electricidad, pero para mí significa levantarme cuando el mundo es más temprano, todavía de noche pero con una pincelada tímida de sol. Mantener los ojos abiertos arde como si tuviera los párpados llenos de vidrio molido y el cansancio acumulado pesa como arrastrar a un amigo muerto en la guerra. Despertarse para pasar ocho horas de clientes que te desprecian por sudaca es una forma lenta de suicidio del orgullo. Y yo, que nunca había trabajado mucho más que dando una mano en la carpintería familiar; yo, con una comodidad que no combina mucho con una infancia muy cercana a la pobreza; yo, aburguesado por elección y por incapacidad, estaba asomando la cabeza al mundo del proletariado, y lo que veía se parecía mucho al horror.

En la primera llamada, un hombre de Madrid me grita "vuélvete para tu país". Me encantaría decirle que estoy en Uruguay, pero el contrato no me deja y tampoco estoy muy seguro. En la segunda, le vendo a una vieja un paquete que no le conviene, porque le deja mandar mensajes pero no hablar gratis con todos sus hijos, una ventaja de un plan viejo que a Movistar le pareció demasiado beneficioso como para mantenerlo. Ella está en la playa y yo le habilito el plan nuevo (una de las pocas veces que coseché una comisión); cuando se da cuenta de que la re cagué, reclama. Obvio. Yo me pongo nervioso y corto el teléfono. Si alguien está escuchando me van a cortar las bolas, pienso. Soy un antitelemarketer. La vincha negra de la familia. Trato de ubicar a los supervisores. No se los ve. Me pongo nervioso y no me quedan cigarros ni tiempo de descanso. Me desconecto de la Matrix y voy hasta el baño. La pared está hecha de azulejos de varios tonos de celeste y me pierdo en el sinsentido geométrico de los cuadrados. Sigo nervioso, re. Me cuesta llenar los pulmones y empiezo a ver todo negro. Me paso las manos por los ojos y los dedos mojados me avisan de que estoy llorando. Y ahí llega, sorpresivo como una piña de garrón, el ataque de pánico, feo, opresivo, indescriptible como el Cthulhu. Pero en el medio del asalto de angustia sin forma ni contenido tengo la dedicación de abrir la canilla para que el agua corra fuerte. No sea cosa que un supervisor me escuche.

Llegan los días de la noche. Dos veces por mes hay que ir un sábado a las dos de la madrugada, mientras en España es de mañana y los españoles están con las defensas bajas. En esas noches tétricas nos juntan con los senior, los salados, los que aguantaron más tiempo en un trabajo en el que cada semana renuncian 20 personas y entra la misma cantidad, como en un matadero de puerta giratoria. Los senior son un mundo aparte. Más cancheros, menos inseguros, tienen algunos minutos extra de descanso y cobran un sueldo menos miserable que nosotros. Entre los senior que venden más se sortean celulares y electrodomésticos. El empleado que acumula más comisiones tiene asegurada su foto sonriente en la pared por al menos un mes, y puede aspirar a ser -oh- supervisor.

Están los que siguen de largo y cuando el encargado no mira se pasan la bolsa con disimulo inútil. Algunos toman merca incluso fuera del baño, escondidos atrás de las paredes de compensado barato de los cubículos, cuando los jefes están en la otra punta del cuarto. Sacan el saque con la misma tarjeta con la que se marca la llegada, que siempre está a mano. De alguna manera, todo lo que rodea a tomar y trabajar es simbólico y patético. Hablan mucho y venden mucho. La jornada nocturna atraviesa la madrugada como una aguja y nos deja al otro día, a la tardecita de España pero a la mañana uruguaya. Me pregunto qué hará la gente a esa hora con su dureza, pero no me interesa tanto la respuesta como para formularla en voz alta.

Llamo a un señor -señor, no senior- y me atiende su mujer. Me dice que lo llame al celular y me pasa el número. Atiende una piba de voz más joven que la anterior; me dice que él está en la ducha. Te agarré, pillín. Lo llamo al rato y le cuento que recién hablé con su esposa y le ofrezco los planes de mierda. Aunque no digo nada directamente, un poco lo estoy extorsionando. El tipo lo sabe, yo lo sé, la amante lo sabe y el pobre compra mi silencio con sus euros invertidos en un plan para hablar más barato de noche. Cuelgo con la cabeza hecha un cóctel de culpa y satisfacción.

Y es ahí, cuando me estoy por convertir en buen telemarketer y peor persona, que renuncio. Quería cagarlos a puteadas, decirles que su empresa-picadora de carne es una aberración similar a la Conquista española reformulada en el capitalismo tardío, que es un trabajo de esclavitud, mal pago y que te hace mierda la espalda y los nervios. Pero no, no lo hice, porque ser trabajador, joven, experto en nada y sin diplomas ni parientes capaces de acomodarte también significa ser rehén de la parte más disciplinaria del currículum que llamamos "referencias laborales" y que te inhabilita a mandar a la concha de su madre a la gente que probablemente más lo merezca. Improvisé excusas en una carta vaga, la presenté a las alimañas de Recursos Humanos y me fui.

No hay saludos para nadie ni pedidos de celulares ni mails. No quiero estar en contacto. Ni con la rota, ni con el profe, ni con la dark. No quiero que nada que me pueda recordar a esto siga embichado en mi vida. Hasta me prometo tratar mejor a los operadores, incluso cuando la empresa que representan me esté re cagando. Camino por el pasillo, mirando a través de las paredes de vidrio a mis nuevos ex compañeros encorvados, que sonríen para que clientes del otro lado del océano los escuchen sonreír, más entusiasmados y menos desempleados que yo. Siento el desempleo como un peso que se evaporó, como una brisa de Rocha en tiempos de aire acondicionado. Como un miedo o como una libertad. Tengo la plata del salario vacacional abortado, que me grita desde el bolsillo que la gaste, y me siento valiente y pelotudo. Mi primera renuncia. Bajo las escaleras, saco un cigarro y me voy de España para no volver nunca, nunca más. Que les den por culo.