lunes, 25 de noviembre de 2013

Pasan cosas atrás de la cortina*



Dibujo de Uni.

El pibe es el último en entrar. Es de noche y la casa muy probablemente está en el Cerro, porque para el pibe todo lo que queda lejos es el Cerro. Tiene nueve años, una hermana y poca calle. Los ojos alambrados con pestañas de nena -dicen mujeres que ofician de tías- capturan imágenes a pesar de la poca luz: un cuarto separado del living por una cortina de cuentas de madera, un banderín del Frente, fotos viejas de gente cuando era joven.

La familia visitante, que no la pasa tan bien como para que el censo los ubique en la clase media pero tampoco tan mal como para ser pobre, se acomoda en las sillas incómodas del living-comedor. Los recibe la pareja de la casa. No son ni viejos ni jóvenes y no tienen rasgos tan definidos como para quedarse en la memoria del pibe hasta que ya no es un pibe.

Hablan en voz baja mientras el pibe y su hermana menor se dedican a aburrirse. Ella es fuerte, dice la dueña de la casa, a quien fue a visitar la familia. Es por el color de pelo. Ahuyenta las malas energías. Es la única pelirroja de la familia además de uno de los abuelos. El resto no tiene el espíritu blindado por esas defensas anímicas y capilares, en especial la madre. Hace tiempo le pasan cosas. Se siente mal, vomita, le duele la cabeza. Los médicos no le encuentran nada, así que el problema tiene que ser esotérico. Hay sospechas de trabajos de magia negra por parte de un familiar medio cercano, de los que se abrazan en los asados y se defenestran mientras se lavan platos, vasos y dientes llenos de grasa.

El padre es de los que no creen en nada pero no descartan que haya algo. La madre al revés: cree en todo. Un combo de maíz, un pollo degollado y unas velas al costadito del cordón de la vereda provocan tanto horror como encontrar -como 10 y poco de años después- un 25 en la mochila del pibe. 

La dueña de la casa dice que lo suyo no tiene nada que ver con la religión (o algo así: todo fue hace mucho y el pibe no tomaba apuntes ni usaba grabador). Cuenta sobre cuando se le despertó el don: el nene de una amiga se sentía muy mal y cuando le tocó la panza vio los órganos por dentro y le chispeó en la mente una palabra: hepatitis. Los médicos lo confirmaron. Ahí empezó a creer.

La madre del pibe y la señora con poderes se meten en el cuarto de la cortina de cuentas de madera. El pibe y su hermana miran en la tele algo que no les interesa en un canal abierto mal sintonizado. El rato es largo o se les alarga por ese tedio que sufren los niños a los gritos y los adultos en silencio.

La madre sale, capaz con ojos de haber llorado, y el padre le extiende al señor de la casa -no a la curandera: al señor de la casa- un billete importante. No acepta. Insiste. Acepta.

En el camino de vuelta el pibe dibuja en el vidrio empañado y la hermana le arruina su obra con rayones de hija más chica o de envidia (el pibe quiere ser dibujante o arqueólogo, porque todavía no sabe nada sobre palabras como talento o desempleo). Los padres van secreteando en un código torpe: creen que los niños entienden menos de lo que entienden. Después de una pausa larga, casi llegando a casa, el padre suelta una frase que el pibe probablemente escucha por primera vez:

-Es creer o reventar.

sábado, 21 de septiembre de 2013

Un uniforme es un uniforme



Dijo que se llamaba Vázquez y aunque importara no le creería: en ese lugar nadie dice el nombre porque nadie lo pregunta. La gente deja el saco y la identidad -todo lo que pesa- en el perchero que está al lado de la puerta que abre con chillido. Mientras esquivábamos las miradas de una veterana de pelo teñido y piel desteñida y nos esforzábamos por evitar cualquier gesto que ella pudiera interpretar como una invitación a la mesa, Vázquez o quien sea me contó que era secúriti. Lo dijo como si hubiera estado semanas ensayando la palabra frente al espejo para no equivocarse, igual que un pibe sin talento que prepara la prueba de ingreso de la EMAD.

Tenía la piel oscura y las ojeras tatuadas en la cara. Yo nunca sé calcular la edad pero creo que alguien que sepa también habría tenido problemas. Los ojos estaban rojos; capaz por el humo de gente que se cagaba en los decretos (Vázquez de nuevo), capaz por el whisky nacional que se tragaba difícil y se evaporaba fácil y al tomar inflamaba las venitas como enredaderas rojas, seguro no por llorar. Yo también los tenía así. Me vi en el espejo del baño mientras él sacaba del bolsillo delantero de su uniforme negro y amarillo una obsoleta tarjeta de Antel para teléfonos públicos que mostraba en una de sus caras lo que en tiempos mejores había sido una foto de unos pinos bobos y hoy era un bosque deslucido, fantasma. Cédula, Tarjeta Joven, Socio Espectacular, RedBrou. Siempre tuve la idea chota de que la tarjeta elegida dice todo sobre el que la usa.

Su trabajo era estar diez horas en el supermercado cuidando que los planchas no se robaran las cosas que él con su sueldo no podía comprar. El jefe de seguridad -un gordo que parecía vivir sólo en base a una dieta de milanesas mal freídas que engullía en un altillo lleno de pantallas blanco y negro y que pasaba mirando porno en una ceibalita- le hacía sonar dos veces el walkie talkie cuando entraba alguien con pinta de pobre, y esa era la señal de que tenía que perseguirlo con los ojos clavados en sus manos como dos tanzas con anzuelo. A veces caían vecinos suyos que, como él, trabajaban lejos del barrio (no sé cuál: en ese lugar nadie dice de dónde es porque nadie lo pregunta); si lo reconocían miraban las verduras, compraban el vino más barato y se iban a buscar una vieja o alguna otra cosa que pudieran hacerse sin un arma y con riesgos mínimos.

Era mitad de mes y cobraba todos los primero. Me mostró la billetera -fotos de un niño de pocos meses y otro de dos años que bien podrían ser el mismo, ninguna señal de esposa a pesar del anillo- y le quedaban tres monedas de 50 centésimos, de las que ya estaban fuera de circulación.

-Lo que es no valer ni dos pesos -rió al aire, y era apenas un poco en chiste.

Antes de invitarle el próximo trago ya sabía que no iba a aceptar, como si estuviera todo mal con pensar que había de su parte la mínima intención de dar lástima. Ahora, pensando en ese bar, se me ocurre que capaz no elegí bien la palabra: "trago" suena a algo que se sirve en vasos lavados.

Quedamos en un rato larguísimo de contemplar toda la nada de ese lugar. Antes de dejarme terminar de leer tras la capa omnipresente de grasa las letras chicas de una de esas pruebas de oftalmólogos que colgaba de una pared, se levantó y largó algo entre la despedida y la tos. Salió esquivando a la puta vieja, que estaba apoyada en el perchero y tenía una especie de ataque de tuberculosis mientras un delivery pelado que en una mejor vida hubiese sido rugbista se le acercaba con falsa preocupación y un sincero manotazo en el culo huesudo.

Nos cruzamos un par de veces más sin saludarnos. Creo que había un pacto o algo de eso, una cosa un poco menos explícita y más inquebrantable. En un momento no lo vi más. Un tipo que había dejado de pasar merca para dedicarse a cosas un poquito más turbias me contó que una madrugada unos chorros le metieron un chumbazo desde un auto pensando que era un policía. Habían robado un Maruti blanco con vidrios esfumados, y desde adentro un tipo que pasa casi la mitad del día cuidando góndolas con pañales y championes es casi lo mismo que un botón. "Un uniforme es un uniforme". Me contó la historia dos veces, cada una con palabras levemente diferentes, sin sacar la vista del celular. Aunque es un mitómano conocido tuve que creerle o hacer como que le creía, porque en ese lugar tampoco se pregunta si los cuentos son verdad.

lunes, 4 de febrero de 2013

Postales de Valizas (2006-2013): El balneario luminoso


Foto: Andrea R. Mendoza.

-Yo no sé qué le ven a este lugar. La playa es horrible, el agua es un asco, los precios son altísimos... ¿Me podés explicar qué tiene Valizas?

Y no puedo explicar, no. Ella se acomoda el pelo inacomodable y se manda otro trago de cerveza tibia desde su vaso de plástico. Vamos hablando de cosas de borrachos con las lenguas secas y enredadas (en sí mismas, cada una adentro de su boca) haciendo zigzag en la arena valicera bajo un cielo que, del tono negro, celestoide y eléctrico de un televisor defectuoso recién apagado, no se anima a amanecer. Un rato después las lenguas se enredan entre sí, y otro rato después nos estamos revolcando furiosamente adentro de una carpa incómoda y calurosa que en su etiqueta miente con descaro: cuando la rotularon "para dos personas" cometieron el error imperdonable de no considerar el espacio necesario para la amplia gama de actividades que pueden llevar a cabo dos cuerpos entre mochilas, sobres de dormir y bolsas con sachets de champú, papel higiénico y jabones babosos. 

Todo concluye al fin. Vuelvo por la principal del pueblo fantasma. La mañana está apenas habitada: perros callejeros, panaderos que ya arrancaron a preparar los bizcochos que en algunas horas aplacarán los bajones porreros de otros, y cadáveres de punks que, inconscientes sobre el pasto de la plaza y embutidos en sus camperas oscuras y con parches de La Polla Records -más calurosas bajo el rayo del sol por ser negras-, no se dieron cuenta de que el personal de limpieza de la Intendencia de Rocha les barre alrededor como si fueran estatuas o bancos. Valizas despierta, los punks siguen dormidos y la pregunta sigue dando vueltas. 

¿Qué tiene Valizas?

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Valizas tiene drogas. Montevideo en verano casi que no. En especial porro. Todos los años es igual: apenas diciembre empieza a perfilar la agonía del año, el faso migra hacia el este. Es el Éxodo Oriental y, para muchos, tremenda redota. Igual, lo más tirando a químico siempre se consigue. Allá hay de todo, especialmente faso por todos lados. Faso en las calles, faso en la playa, faso en los jardines de las casas y en plantaciones en los campings, faso que fuman los hijos a escondidas de sus padres, faso que fuman los padres a escondidas de sus hijos. 

Lo más fácil de adquirir es el tristemente célebre prensado paraguayo que, al contrario que el cogollo o las flores, pega más para el embotamiento cerebral que para la risa o los pequeños viajes sensoriales. También se consigue merca y tripa: un 25, un gramo o un cartón (hierba, pala y Lucy in the Sky with Diamonds, respectivamente) andan por los 800 pesos. Precios complicados para el valiceante promedio, sommelier de vinos berreta y degustador de los productos cuasialimenticios de El Rey de la Milanesa. En todo caso, los padres no deberían preocuparse tanto por que sus hijos se droguen, sino por el origen, con seguridad delictivo, de la plata que se precisa para pegar algo en Valizas.

La calidad es acorde a los estándares. La merca, aseguran, es tan cortada como la que se mueve en ciertos boliches aviares de la Ciudad Vieja. Es probable que eso que salta desde los pequeños retazos de bolsas de supermercado por vía nasal a la corriente sanguínea tenga muy poco del clorhidrato de un componente de una hoja del altiplano, y mucho de sustancias rebajantes como la cal o la naftalina. Tal vez no sirva mucho para mantenerse despierta y energética hasta altas horas de la madrugada y con alto grado de bebidas distintas filtrándose en los riñones, pero seguramente sea muy útil para blanquear paredes y mantener lejos a las polillas, señora.

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Hay una rotonda que nuclea a los artesanos, que exponen sus productos multicolores y latinoamericanistas sobre mesas de madera y bajo la luz de soles eléctricos. Hay un escenario donde hay toques todos los días. Están organizados, casi como un gremio, si no fuera ésa una palabra muy poco compatible con el jipismo.

Pero también están los outsiders, que crecen como hongos a ambos lados de la principal y se rescatan como pueden sobre sus paños, alumbrados con la luz pedorra de algún farol improvisado con velas y botellas de plástico. Algunos dejan sus cosas en la calle y achican mismo recostados en las zanjas, unos metros más allá. Yendo por el camino de tierra, una escena de 25 Watts se hace casi realidad: un jipunk (50% jipi, 50% punk), de obligatoria cresta y cara tiznada, corta sus precarias tácticas de levante dirigidas a una artesana treintañera y, con los ojos rojos clavados en mi remera de Space Invaders, levanta la voz.

-¡No le compren ropa al Imperio, gurises!

***

Valizas tiene jipis. No hippies, que son otra cosa. Los hippies veneraban a Dylan y a Hendrix; los jipis aman al nefasto Chole de La Abuela Coca y al Pitufo Lombardo. Los hippies repartían flores en protestas contra Nixon y la Guerra de Vietnam; los jipis sólo se congregan si hay guitarras y madera prendida fuego. Como polillas, pero la merca cortada con naftalina no los ahuyenta. Los hippies, en definitiva, son mejores porque ya no existen.

Los jipis creen en "el sistema", o más bien lo crean para depositar en él todo lo malo del mundo. Lo contrario, lo bueno, es la Pachamama, la armonía, Babylon, las mandalas, los atrapasueños, las "energías" (aunque nadie nunca inventó un sistema de registro y medición para generar alguna evidencia de que existen, pero bueno: son jipis), el aura, la libertad. "Televisión=malo, plantitas=bueno". Creen en la corrupción del entramado político y social, y la mejor acción que encuentran es ¡juntarse con la yenchi a fumar y tocar unos temas de Marley! 

El jipi está conectado con la matriz cósmica, unido a la esencia del útero universal a través de un cordón umbilical que tiene los colores de la bandera de Jamaica. El jipi tiene el número de la Madre Naturaleza en el discado rápido del celular de su espíritu. Tiene línea directa con los cuatro elementos y la luna le tira piques sobre qué punto energético del universo es más conveniente para tirar el paño con pulseras y caravanas.

El jipi tiene la posta, porque está por fuera, aunque coma (poco) gracias al bolsillo de los turistas porteños (aunque, bueno, este año no tanto a partir de la restricción de los dólares), intercambio que pone bastante en duda la no inclusión de sus tractos digestivos en la compleja red de procesos que componen al capitalismo actual en tiempos hipermodernos. Pero el jipi está por fuera, por encima. El jipi la va de diferente, pero en el fondo es igual al resto. Las jipis chillan temas de Sumo en los fogones, sin darse cuenta de que ellas también son rubias taradas. La rubia tarada siempre, siempre es el otro. 

No me olvido más de la expresión de incredulidad de un jipi al ver que yo le pegaba una pitada honda a un porro. "¿Pero cómo?", se habrá preguntado, mientras repasaba mi camisa a cuadros, mis lentes (son para la miopía y el astigmatismo, y no para la gente que me da asco) y mi remera de Lost. El jipi es uno más en el sistema de seducción de la raza humana: hay jipis macho alfa y otros opressed by the figures of beauty, diría Cohen. Lo que importa es lo de adentro, sí, pero no hay luz del alma que compita con un buen par de tetas o unos abdominales marcados. El jipi puede llegar a ser tanto o más careta y superficial que nosotros, los humanos, pero es mucho peor porque afirma que no. 

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Estamos con dos argentinos del camping en El León, un boliche horrible, bailando. Bah, ellos bailan; yo me muevo torpemente de un lado a otro al ritmo de temas de la calaña de "Tirá para arriba" o "Con una rubia en el avión". No sé sus nombres, y probablemente ellos tampoco conocen el mío. Él es cordobés, barbudo y un poco melancólico, y baila mirando para todos lados. Ella es porteña, graciosa pero seria, flaquita, casi sin tetas y divina, y se mueve medio en joda y medio en serio. Sus ojos tienen fibras verdes y celestes, como una explosión nuclear congelada del lado de adentro de las retinas. Nunca sé qué hacer en estos casos, pero le intento agarrar la mano y ella medio que sigue el juego. Sondeo a ver si el cordobés muestra alguna señal de interés, pero no: está en la barra, conversando con dos chetitas que se mueren por demostrar que no lo son, lo que hace muy visible tanto sus esfuerzos como su chetismo. La porteña se divierte pero, como una Sue Storm un poco menos fantástica, mantiene una barrera invisible en el medio. En un momento de la noche saluda y se vuelve al camping, y no puedo evitar hacerle el comentario a su compatriota.

-Che, qué linda que es. Pero medio que no da bola, ¿no?
-Le gusta más la concha que a nosotros dos juntos. Es re torta, boló -aclara con ese acento que lo habilita a alardear de su gusto por el vino sin soda y a viajar sin documentos. 

***

Valizas tiene campings. Cualquiera que piense que un camping es un lugar donde la gente acampa no entiende nada. Un camping es un microuniverso, una representación a escala del mundo, un laboratorio de experimentación social de cruces improbables, de intersecciones de itinerarios de viajes pretendidamente reveladores por Latinoamérica, parejas que se escapan del mundo con unos pocos mangos en el bolsillo chico de la mochila y grupetes de amigos que, como un enjambre de langostas viriiles se dedican a rastrillar Rocha y garcharse todo a su paso. Un camping es un reality show con cocinas comunitarias y duchas con canillas de agua caliente que mienten en la temperatura del agua que regulan tanto o más que lo que las carpas para dos personas mienten en su volumen. Un par de días de camping son un croquis de todo: como en los bares de viejos o en los cibercafés, se forjan "amistades", "amores", "alianzas". Todo con comillas.

Llegando por la ruta está La Comarca, que no le hace nada de honor a su nombre tolkieniano salvo por estar muy lejos del pueblo. Ahí compartí unos cuantos polvos que en su mayoría no llegaron a nada con una porteña con la que mantuvimos una larga relación intermitente -entre mails y fogonazos en playas oscuras y plazas montevideanas- que tampoco llegó a mucho. El polvo también es una representación a escala. Saberlo.

Ya adentro del pueblo hay unos cuantos campings nuevos, que aparecieron de la nada. En realidad aparecieron en los fondos de las casas y en establos que cambiaron alfalfa por arena y caballos incómodos por acampantes incómodos. El camping del Papa. En uno de esos nos quedamos una semana con J, con apenas plata para pagarnos un lugar. Comíamos como canarios y garchábamos mucho, como parte de un coro rítmico y nocturno de estructuras de nylon y polietileno y gemidos provenientes de las carpas agitadas de alrededor.

Cada mañana contábamos la plata, que era imposiblemente poca. Uno de los últimos días comimos restos de arroz que nos regalaron dos santafesinos; otro, habíamos fumado tanto que nos reímos hasta las lágrimas de un documental sobre radios comunitarias en América Latina, y el humo cannábico nos disolvió tanto el estómago de hambre que, de vuelta en el camping, nos mandamos una lata de arvejas, así, con los dedos, sin miedo a cortarnos con los dientes de zinc de la lata barata y mal abierta a cuchillo.

Fue la pobreza más linda de mi vida.
***

Valizas tiene campings, parte dos. En los campings uno se enamora, o cae en lo más parecido al amor que se puede en esa ventana mínima, improbable y fugaz que se abre cuando se cruzan los (no "destinos", que es una palabra demasiado jipi) caminos (no "de la vida" tampoco, por favor. Silencio, Vicentico) de uno y una guacha divina, frecuentemente extranjera. Ésta tiene un cerquillo perfecto, geométricamente perfecto, que debería obligar a quien sea que define lo que es una línea recta a reconsiderar el concepto. Posta que es perfecto. Tiene pecas también. Ahora estamos en un fogón. Los fogones son otro experimento.

El chileno es parecido a Gustavo Cerati, aunque (lamentablemente) es mucho más vivaz que Cerati ahora. La porteña me mira cada tanto, pero lo mira más a él. Yo soy muy amigo de cuantificar todo, y estoy seguro que con unas cuantas cámaras, los algoritmos idóneos y un par de robots (siempre es bueno tener robots) se podría elaborar un índice de cuánto le gusta alguien a alguien en un fogón según la duración, la intensidad y la intersección de las miradas. Ponele que el chileno se lleva un 80% y yo un magro pero merecido 20.

Ahí es que empieza la lucha, que es interna y externa. Como un candidato colorado en las últimas elecciones, uno sabe que las encuestas tiran para abajo (y es mejor no estar atado a nada) pero darse por vencido no es una opción, al menos no tan pronto. A partir de ahí, cada palabra, cada gesto, la efectividad de cada chiste, cada risa o no (eso: las risas; las risas también son importantes. Hay que agregarlas a la ecuación de las cámaras y los robots y eso) determinan la posibilidad o no de terminar la noche desarmando la carpa desde adentro o sólo (pero no peor) metiendo abracito en una ronda nocturna en la playa.

Esa noche terminé bien, pero dentro de fronteras orientales. Pintó bar y después pintó playa, y después pintó carpa con alguien conocido de algo en Montevideo. Mañana de sol. La gente desayuna, y Cerati pregunta cómo me fue ayer.

-Eh, qué bueno, po. ¡Gol de Uruguay! -dice, seguramente con la equivocada idea de que, como todo uruguayo, tengo el fútbol por actividad preferida y como metáfora preferente para referirlo todo. Yo, claro, ni pregunto cómo le fue. Para qué.

También hay otros cruces, menos angustiantes, menos gol en contra. Una vez me encontré con una pareja de gays argentinos y nos pusimos a charlar. No sé cómo llegamos a hablar del nefasto dibujante Nik, ocioso plagiador de tiras de Quino, Liniers y Fontanarrosa, y descubrimos que uno de ellos tenía un fotolog dedicado a denunciar los plagios y que yo había visitado el sitio pocos días atrás. Casi medio año después nos encontramos con ambos en el Café la diaria, que ahora está vacío, triste, solitario y final. El lugar de algunas de mis mejores noches hoy es espacio para reuniones de mi trabajo. Bueno, no era tan menos angustiante este cruce, después de todo.

***

Ahora estoy en medio de las olas marrones y blancas de la playa chica que muere en la laguna. Nada, nado solo. El agua está cálida y rara en un día cálido y raro, que es el último. Me dejo llevar por las corrientes, como si fuera una bolsa más de náilon que el océano arrastra hasta formar un continente monstruoso de plástico en algún lugar del Atlántico. Supongo que aún corre mucho porro por mis venas porque, haciendo la plancha boca abajo, empiezo a sentir que miles de gotitas del mar frío me atacan, como una nube de avispas de hielo. Y ahí es que pasa eso.

Eso. Como cuando Mega Man carga el Mega Buster (dejar apretado el B y soltar), un montón de cosas se empiezan a juntar en el estómago: la incertidumbre por un trabajo nuevo, los eternos problemas con los viejos, las trabas mentales, los traumas de chico, la timidez, las infidelidades, la ansiedad, la incapacidad para levantarse a la porteña, el mes y medio de depresión, el mes de merquero y el otro mes de depresión, todas las bocas que miro pero nunca voy a poder morder, los amigos de la adolescencia que están en otros países aunque esten en éste o en otros, los amores de verano, los humores de otoño en verano, la lucha por la aceptación, la autoestima subterránea, los recuerdos de tiempos mejores en los que todo estaba tan mal... todo se junta en el medio del pecho y explota en un grito ahogado -literalmente, porque es subacuático- que se convierte en burbujas y/o viaja por la superconductividad del agua hasta asustar a un cangrejo ermitaño de la Fosa de las Marianas o sorprender a un cazador de perlas nigeriano que en un camping se enamoró de una checoslovaca que al final se revolcó con el sudafricano. Un grito catártico, liberador, animal, propio de un tiburón si tan sólo fuesen animales un poco más inseguros de sí mismos. "Un grito conectado con la esencia del mar, con el agua que es vida, con las energías", diría, si creyera en esas mierdas.

***

"¿Y tú me preguntas qué tiene Valizas?", me tiento a responderle. Ella aún tiene el pelo inacomodable. Pero para parodiar a Bécquer habría que admitir que Bécquer vale la pena. Valizas tiene eso: poesía cursi pero también recuerdos, toneladas de. Irremplazables. De los buenos, de los malos, de los pedorros, de los sin remate y de los que son todo eso junto, y más. Valizas tiene jipis de mierda y tiene amor; tiene un día entero con amigos conversando sobre viajes en el tiempo con creciente ebriedad y decreciente lógica; tiene lágrimas de celos y lágrimas de orgasmos increíbles entre las dunas; tiene viajes a Castillos para buscar pastillas del día después (que igual había en el almacén más cercano pero no nos dimos cuenta) y tiene conversaciones con C en un parador remoto y hoy abandonado que cambiarían mi carrera y mi vida para siempre; tiene fiebre de malestar estomacal y tiene momentos de felicidad falsa, borracha, drogona, pero felicidad al fin.

No puedo transmitir nada de eso, a pesar de todo lo que escribí antes de esto, lo que convierte este post en algo fallado, en un error, en una muestra de la ingenuidad en la que reparó Levrero al detectar que las experiencias luminosas pierden luz cuando uno intenta relatarlas. Sería muy tonto siquiera insistir. En Valizas no hay más energía que las que la física acepta y, metafóricamente, que la que le carguemos a la luz de los chupones ebrios, los noviazgos de boba esperanza y los levantes (de minas y del propio golpeado, golpeadísimo ego), como si fuese una de esas estrellitas fosforescentes que se pegan en los techos de los cuartos y acumulan fotones para devolverlos en la oscuridad. 

En fin: Valizas no tiene nada. No vayan a Valizas.


martes, 15 de enero de 2013

J.D. Salinger en Barrio Sur


No debe ser fácil ser Franny Glass, posta. Digo: no debe ser fácil ser Gonzalo Deniz. Franny Glass tampoco. Mejor ser alguno de los protagonistas de El guardián entre el centeno que de Franny & Zooey, esa especie de Demian de Hermann Hesse multiplicado por dos en líneas narrativas y dividido por mucho más en intensidad, en cojones. 
Igual: no es fácil ser Franny Glass.

(Este blog fomenta el uso de los dos puntos.

Regla número uno:
Los dos puntos son buenos.)

No es fácil. "No es fácil mantener el equilibrio", cantaba Tabaré Rivero. Y no es fácil ser Franny Glass. Los que escuchan La Tabaré creen que es música snob, y los que escuchan a los Psiconautas creen que se volvió demasiado popu. Franny Glass, ahí en el medio, entre los habitantes La Ronda y la gente normal, entre el hipsterismo y la canción urbana montevideana. Entre el micrófono y la penumbra. Es el que inauguró toda la onda de la "música medio rara" (Fabrizio Rossi dixit). El primero que logró cierto reconocimiento "cantando mal" y cagándose en el sonido profesional y pasteurizado al que apostaban la mayoría de las bandas en 2007, cuando salió Con la mente perdida en intereses secretos, y pocos le daban bola (entre ellos Gabriel Peveroni, que lo invitó a participar en uno de esos especiales de Tevé Ciudad de cuyo nombre no puedo acordarme. Ahí fue que lo descubrí. Era un domingo de siesta y spleen. Estábamos en la cama con una ex, que en el momento no lo era pero estaba inevitable y tristemente cerca. Hacía mucho que no cogíamos, y eso nunca es buena señal. No era. No me acuerdo, pero conviene a la narrativa que estoy desarrollando decir que estaba nublado. Sé que su música me pareció un poco fea pero atrapante, como un accidente visto desde el bondi que uno no puede dejar de mirar por más que está mal. Cama, nada de sexo, depresión a cuestas, mudanza reciente, futuro borroso; creo que nos gustó Franny Glass porque éramos como un tema de Franny Glass). Este párrafo se fue largo. Enter.

El tipo de la voz rara, solo con su guitarra, como un Dylan con más neurosis y menos drogas. El que se hizo visible traduciendo al uruguayo a Belle & Sebastian. El que fue trampolín para que los ojos se posaran sobre los pibes que defendían sus cancioncitas solos, sin solos, en boliches de porquería pero con cojones, como Hesse. El que sentó el precedente para que hoy Tres Pecados se haya filtrado en el mundo exterior o para que sonara la hermosísima banda Julen y la Gente Sola. El que se garchó el terreno para que después le dejaran la plata en la mesita de luz antes de irse. Posta, debe ser un arquetipo del comportamiento humano. Jung debería haberlo estudiado. Todos, en algún momento, odiamos a algún artista que alguna vez quisimos, a los que alguna noche nos salvó la vida. Me pasa con los Redondos. Cuando tenía 15 me enfermé y saqué todos sus temas en la guitarra. Creo que me quedan tres o cuatro que no sé. Al poco tiempo se separaron, y tanto Skay como el Indio sacaron muchos discos no tan buenos. Hoy no los puedo ni escuchar. Debe ser algo como una necesidad, la de sentirse traicionado. Porque sentirse traicionado implica que la culpa es 100% del otro, y eso implica que somos los buenos. Es fácil sentirse traicionado. No es fácil ser Franny Glass. 

Capaz por eso Franny Glass no es Franny Glass: es un proyecto, una ficción, un personaje. El hombre detrás del vidrio es Gonzalo Deniz. El tipo que, en tiempos en que la extroversión era obligatoria en la música nacional (ahí está Tabaré Rivero, histriónico hasta el hartazgo, con una puesta en escena teatral, "merquera", vibrante al borde del Parkinson) cultivó la figura del hombre flaco, del loser, del tímido, del introvertido, y en base a eso armó una efectivísima shoegazer performance, un universo lírico que se animaba a ser local de una manera bastante novedosa ("No promeras más que volvés / pasé Turismo en cama / con una tele en la que sólo se veía Canal 10", canta en "Fin de semana"; también ahí hace alusión a Volver al futuro III: referencias uruguayas y referencias pop, sin necesidad de hablar del mate o la rambla, pero sin miedo a sonar demasiado vernáculo. Éste es un paréntesis largo. 

Regla número uno:
Los paréntesis largos son buenos.)

Hay uru y también hay anglo. Los tics del folk son omnipresentes en sus dos primeros discos (Hay un cuerpo tirado en la calle, de 2009, es el segundo). Rasgueos a lo Leonard Cohen y letras cantadas como a desgano a la Daniel Johnston. Por eso es que me sorprendió muchísimo El podador primaveral, de 2011. En ese disco, Salinger se deja de joder entre pastizales altos y sale a pasear por Barrio Sur. Es muy paradójico que sea un español, Xoel López, el que le saque el uruguayo de adentro a Deniz. El Franny que hasta el momento no se había animado a salir del rasgueo mínimo, de cantar para adentro, del agregado tímido de alguna guitarra eléctrica o alguna percusión esporádicas, en este disco se convierte en un tipo que canta a veces con virtuosismo ("El ojo de la tormenta"),  a veces con desfachatez ("Estás equivocada en darle las gracias a Dios"), a veces como el Franny de antes ("A través de mí"), pero que en todo caso amplía el registro. Hay también más densidad de arreglos, como le gusta a López: programaciones, ruiditos, instrumentos que aparecen y se van, teclados que tocan un par de notas, voces varias de Deniz sobregrabadas. 

Hay también un poco más de huevo en las letras. Hay huevo y cursilería, claro, porque Franny Glass es cursi. Es clase media para arriba, es relaciones de pareja pintadas con una pincelada de burguesía, es histeriquismo (pero no tanto como en Mersey, el proyecto paralelo de Deniz), es lumpen en tiempos en que el marxismo mismo es medio lumpen. En "Ey, canción", Franny Glass le  canta a una canción que escuchó en la radio y le pegó, pero no recuerda ni su nombre ni su autor. Una metacanción. Como regalarle una mina a una mina. En el tema que da nombre al disco, tristísimo y por eso hermoso (advertencia: no escuchar en un bondi interbalneario en la ruta el día de tu cumpleaños en medio de una crisis existencial. MSP.), Deniz compila momentos jodidos, lo más jodidos posibles para alguien que nunca pasó hambre y que no tuvo viejos que lo cagaban a palos. Descubrir que papá es Papá Noel, que un compañerito de clase buchonee de quién gustás, un cumpleaños sin torta. Años 90, nena. Neoliberalismo y pobreza. Incomunicación y violencia. La infancia es la raíz de todo lo actual: la inseguridad, el pesimismo, la desilusión crónica; pero también es lo que poda, lo que saca todo lo marchito para crecer mucho más fuerte, "alto y elegante cual ciprés / más herido pero sin disfraz / feo pero colorido pez / como el de un jardín japonés". Si en algún momento fuiste un loser te tenés que sentir tocado por esos versos, y más sobre la base milongueada de guitarra de cuerdas de nylon. Si no, fuera de este blog, la concha de tu madre. Acá hay un par de versos de una joya absoluta de Jaime Roos -el tema "Quince abriles", del disco Siempre son las cuatro- que son palabra santa: "Toda la gente que bailaba / yo esperando el momento / más oportuno para sacarte / y bien sabía que mis vueltas eran falsas / no lo iba a intentar / otro cumpleaños que miraba de reojo / sin saber bailar".

Regla número uno: 
Éste es el blog de alguien que hoy la pone pero fue un loser posta y sufrió mucho por eso.

"La casa abandonada", llena de triángulos, percusiones programadas, ruidos y voces habladas, es un retrato árido en sepia, cercano a "La casa de al lado", de Fernando Cabrera. "Fin del verano", el tema que cierra el disco, va por el mismo lado. Terminan las vacaciones y hay que volver. Estamos en mil novecientos noventa y poco, y suena murga en la radio. Oh, murga, esa que odian (o peor: "incorporan irónicamente") los habitantes de La Ronda. Nota: tengo que escribir sobre La Ronda. Tengo que escribir sobre boliches para que nunca se mueran del todo como BJ. No voy a escribir sobre BJ porque ya lo hicieron mucho mejor. 

"Me acuerdo de Felipe" es un caso documentado de proto-bullying: un grupo de niños crueles (valga la redundancia) se ríe de un nene y le arruina la vida. En "El ojo de la tormenta" sobre una base deliberadamente candombeada, la gente se da contra paredes y vende el alma, pero el estribillo (el más lindo del disco) los salva, aunque no dice nada en concreto: "Los minutos de felicidad / las horas elegidas / los días en otra ciudad / las semanas perdidas / los meses como eternidad / los años de suerte / el miedo a la soledad / el miedo a la muerte". Todos sintagmas nominales. Todo nostalgia. Candombe posta, sin boludeces de ghettos y mamas viejas. Para el mismo lado va "Si siguiera mi institnto": sobre un teclado que parece tocado por Ray Manzarek, Franny (no Deniz) confiesa frases que uno no puede más que creer, como "te hubiera desvestido si siguiera mi instinto". El que no sintió eso nunca puede sacar el carnet de habitante de Ganímedes. El instinto casi freudiano (es la palabra que se le ocurrió a algún traductor español para la voz alemana trieb, mejor traducible como "pulsión") y la neurosis, infaltable en la música que, sea lo que sea, se cobija bajo el rótulo de indie. Gente que histeriquea, sufre, vueltea, pero no coge. Como yo con mi ex. Gente que no sigue el instinto, o capaz no tiene, o capaz lo disolvió a fuerza de domingos de sábanas pegajosas y humo de puchos de fumador pasivo, porque no hace nada, porque se deja garchar las branquias por enormes porongas de humo de nicotina y tabaco quemado.

¿Por qué le creemos a Franny Glass? Porque dice un par de cosas incómodas y no "incómodas". "Incómodas", con comillas, es La Polla Records hablando de meter políticos en cámaras de gas. Incómodo es que lo último que diga un disco es, sobre un rasgueo candombero, "pero el verano no estuvo tan mal". No te lo cree nadie, Franny Glass, porque todo verano pasado fue peor. y más si fue en los 90, y más si éramos chicos y más si me lo cantás así, con esa voz de recién levantado, con esa melancolía de garganta a la Salinger. Esa también es una forma de honestidad, que no tiene nada que ver con decir la verdad. Se trata de meter el dedo, no en esas áreas donde la corrección política o la ideología supuestamente oscurece el terreno, sino donde la fuente de la penumbra es nuestra propia tristeza, porque los hechos pasados son demasiado tristes o porque, mirándolos a través de los años, representan algo que ya no somos. Pero lo triste siempre es bueno. Ahí está la llaga. La tristeza es capaz de deprimir cualquier toma de poder por parte de las fuerzas anarquistas, porque se puede hacer una revolución con gente quemada pero no con gente triste. La tristeza es una fuerza de la naturaleza. La tristeza ES una revolución.

Regla número uno:
Lo triste siempre es bueno.