lunes, 7 de noviembre de 2016

Y comprame una estrella en el bulevar




Y ahí estaban los cuatro. Hechos en un 3D que hoy vemos como berreta, que histeriqueaba con el concepto de la realidad virtual, esa gran mentira de los 90 que vimos derrumbarse. Nos dimos cuenta de que la estrategia (y su peligro) no era trasladarnos a mundos digitales enormes sino hacer los dispositivos de la tecnología de la información sea más chica, más liviana, más portátil, para tenerla siempre cerca.

Entonces, ahí estaban. Cuatro hombres medio en pelotas, monumentos a la heterosexualidad californiana, como recién salidos de un asado ruidoso. Pechos trabados, costillas hundidas, brazos tatuados por agujas con tinta o con heroína. Corrían por toda la ciudad, se metían en lugares, convertían los bordes de los edificios de Hollywood y cualquier otra superficie en una potencial pista de skate, entre íconos de la cultura pop, mormones y piezas de una ciudad que se iba desarmando. Es que se acercaba el año 2000. O sea, el Apocalipsis.

Las copias virtuales no se parecían un carajo a los Red Hot Chilli Peppers de verdad pero, por algún motivo, el videoclip de "Californication" era una parada obligatoria en el zapping, igual que "Do the Evolution", de Pearl Jam. Eran, también, opuestos: el primero era una oda al verano eterno donde van a parar las almas de los surfistas rubios; el segundo, desgarrado y perturbador, parecía salido de las peores pesadillas de una noche de fiebre de un empleado en un matadero. El solo celestial de John Frusciante y el bajo inquieto de Flea versus el grito reseco de un Eddie Vedder que nunca me pude fumar. Años 90. California contra Seattle. Rivales y hermanos.

Se los considera una banda de funk. Es lo primero que dice Wikipedia. Yo los pude ver en el River, Buenos Aires, en 2002, con el disco By the Way (que no me encanta) todavía fresco, y ellos también: vegetarianos, rehabilitados, adictos al yoga y al ejercicio. Sonaron para el culo. Navegando entre las olas de gente sudada llegué hasta las vallas y vi a Frusciante, sentado en el borde del escenario, tocar el arpegio algodonado de "Under the Bridge", un relato de épocas de cuando Anthony Kiedis estaba realmente trasheado, tocando la capa tectónica que hay abajo del fondo del pozo o del puente. Fue el único tema que cantó más o menos bien.

Yo me había ganado una entrada en la radio, en una trivia estúpidamente fácil. Viajé solo por primera vez a Argentina y dormí en la calle, paralelismo involuntario con esa canción. Y ahí, entre argentinos que coreaban todos los riffs y detonados que se desmayaban y que el personal de seguridad llevaba a algún lado siniestro como si fueran fardos, tuve la revelación: lo que más me gusta de esta banda de funk son las baladas. "Porcelain", "Soul to Squeeze", "Emit Remmus", "Road Trippin'", "Scar Tissue", "Slow Cheetah". Y que, más allá del poder que irradian con sus temas más desenfrenados, me gustan sus letras, que parecen fragmentos desconectados de ideas unidos sólo por una obsesión por la rima. Una forma tan válida de componer como cualquier otra.

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Había que elegir un cuadro, y yo opté por Star Wars. No sólo eran los VHS de la preadolescencia, sino también eventos importantes, precuelas que se hacían esperar y que obligaban a acumular expectativa, nervios y especulaciones. Era cine. Star Trek era otra cosa: Canal 10 todas las tardes, el pelado Jean-Luc Picard, capítulos que uno necesariamente veía salteados. Como todo lo no tan importante, estaba a la mano.

Es en estos tiempos, cuando Star Wars resurge con una película genial. Y es en estos tiempos cuando me dispongo a ver TODO lo que existe de Star Trek. Guiado al principio por la desconfianza, descubro que The Next Generation no está nada mal, que la serie original del '66 no envejeció tanto y que Deep Space Nine es una genialidad, como prácticamente todo lo que toca Ronald D. Moore.

Hay que elegir un cuadro, y yo elijo los dos. Soy un traidor o un indeciso, pero prefiero pensar que soy el elegido, el uruguayo que traerá el balance entre la República Galáctica y la Federación de Planetas Unidos.

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Ilustración de Juan Pedro Salvo.
juampe.com


"Intentar no. Hacelo. O no. No hay intentos".
Maestro Yoda.

El curso de verano que Yoda le da a Luke Skywalker en Star Wars V: Empire Strikes Back es el comienzo del entrenamiento. Lo de Obi-Wan Kenobi en la primera película, el episodio IV, era más bien una serie de clases de introducción a la Fuerza, historia básica de la Orden, instrucciones para prender y apagar el sable de luz y algunos tests de diagnóstico para saber con qué piso nos estamos manejando.

Es Yoda el que impone la disciplina, la primera prueba (visitar la caverna oscura donde se prefigura la revelación del final de la película), el concepto de que la Fuerza funciona en contacto con las emociones y no como una herramienta racional, como cree Obi-Wan. Es en el planeta pantanoso Dagobah donde Luke se forma en lo físico, pero sobre todo en lo espiritual. Porque, en el fondo, el motor de Star Wars no es tanto la ciencia ficción como el elemento sobrenatural, esotérico. Hay que decirlo: religioso.

Esa es una de las diferencias más grandes entre Star Wars Star Trek, rivales y hermanas. En la segunda, la base es tecnológica, pero hay más. "El espacio, la frontera final" significa la exploración de un universo lleno de posibilidades, de un planeta nuevo o una raza desconocida para descubrir en cada capítulo. Viajar hacia los bordes de lo desconocido como en una road movie por rutas interestelares, o conquistar América en carabelas de metal capaces de navegar a la velocidad de los fotones que inflan las velas.

En la otra cara, "hace mucho, mucho tiempo en una galaxia muy, muy lejana". En Star Wars los horizontes están clausurados, con fronteras bastante rígidas; un escenario conocido en el que la incertidumbre no está en el descubrimiento de cosas externas sino en la puja de fuerzas internas. Hay una galaxia conocida (por eso la traducción al español La guerra de las galaxias está mal, tan mal).

Está bien, existe el outher rim, el borde de la galaxia donde hay planetas como Kamino; existe Tatooine, el mundo desértico donde comienza todo, una tierra de nadie corte western donde el vacío de poder se rellena con contrabandistas y mafias como la de los hutts; hay lugares vírgenes de civilización, como la luna-bosque de Endor, con ewoks incapaces de ejercer una ciudadanía responsable. Pero todo se ubica en el territorio conocido, en un mapa. En Star Trek el mapa se está dibujando todo el tiempo, como en esos juegos de estrategia donde uno va avanzando y convirtiendo en territorios las partes negras del mapa.

JJ Abrams estuvo de los dos lados del mostrador. Después de ser una de las cabezas ejecutivas de Lost, se logró acomodar en Hollywood básicamente como un continuador de linajes cinematográficos pero con ideas frescas: dirigió y escribió Misión imposible III Super 8, un homenaje a las películas de iniciación con toques de ciencia ficción en las que brilló Steven Spielberg. En la tele, su carrera post Lost fue muy tibia: Fringe, Person of Interest, Alcatraz Revolution, ordenadas de mejor a peor.

Con esos antecedentes, el anuncio de que Abrams iba a encargarse del comienzo de la segunda trilogía de Star Wars sonó comprensible por un lado -por su probada experiencia en ciencia ficción, pero también en resurgimientos-, pero raro por otro. Era un tipo que venía de tocar Star Trek. Vaya uno a saber qué microorganismos traía en los dedos.

Está claro que las sospechas estaban justificadas, y también que con el estreno del episodio VII, The Force Awakens, muchos nos tuvimos que tragar nuestras palabras venenosas como si fueran la peor sopa de una cantina mala de Mos Eisley.

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Pero también había suspicacias otras. La segunda trilogía, de precuelas, había dejado huecos argumentales del tamaño de agujeros negros y heridas hondas en nuestra capacidad geek de amar. En verdad, en esas tres películas hay mucha emoción y belleza: el duelo final entre un imberbe Obi-Wan y su maestro Qui Gon Jinn contra Darth Maul, que le metía todo el estilo con su sable doble es el ejemplo más majestuoso que me viene a la mente, pero también está el desarrollo del magnético Palpatine en el Emperador, la serpiente del relato bíblico que logra moldear de formas aberrantes la supuesta pureza de Anakin, ese mesías sin padre y, por ende, preso de una ecuación edípica imposible de resolver.

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En los trailers -eso que ya se separó de lo fílmico y pasó a ser obra en sí misma-, se adivinaban referencias, adelantos y tropos de escenas que se linkeaban con la trilogía original. Además, y en un movimiento de gestión inteligente, se mostraba a Harrison Ford y Carrie Fischer en los roles de Han Solo y la Princesa Leia. Mientras, según filtraciones a la prensa y declaraciones de Abrams en las convenciones para frikis se supo que también actuarían Anthony Daniels (el que en las seis películas estuvo adentro de C-3PO, el robot protocolar de modos británicos inspirado en el Hombre de Hojalata de El mago de Oz) y el que llevaba el traje de Chewbacca, cuyo nombre me niego a guglear pero que es el actor que apareció en más películas de la saga entera sin pronunciar ni una sola palabra en inglés.

Si la aparición de Ford y Fischer ya había logrado escalofríos nerd en el mundillo expectante, estos detalles (más la presencia de Mark Hamill como Luke Skywalker) pasaron a ser garantías de que al menos habría una buena materia prima. Por supuesto: Abrams podría arruinar esa materia prima y rompernos el corazón,

Lo que había que hacer era elemental. Que la continuidad fuera a futuro y no hacia el pasado era una garantía para separarse de las precuelas, de su epilepsia cromática, de su ritmo trancado. DE JAR JAR BINKS.

JJ Abrams lo hizo, y lo hizo bien.

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La serie original de Star Trek es una delicia. Siempre me gustó relacionarme con la idea del futuro que tenía la gente pasada. Si Star Wars es un relato de una galaxia lejana en un tiempo lejano, esto es el futuro: la Federación de Planetas Unidos no es más que una proyección de la ONU hacia un futuro donde los grandes males de la humanidad (guerra, hambre, pandemias) se evaporaron, y sólo queda explorar el espacio exterior. Claro que la guerra aparece, pero con otras razas. Puede que haya artefactos que sinteticen cualquier comida que uno le pida, pero la construcción del otro sigue ahí, latente.

La realidad es que Star Wars permeó la cultura popular mucho más hondo que Star Trek. Casi todo el mundo sabe quién es Han Solo, pero pocos conocen al doctor Leonard McCoy, el tercer personaje en importancia a bordo de la Enterprise. Muchos ubican más o menos el saludo vulcano, pero "que la Fuerza te acompañe" es una frase más conocida que "larga vida y prosperidad", que es el significado de esos dedos de la mano repartidos en tres. Spock, McCoy y el Capitán James Tiberius Kirk son la tríada perfecta. El primero, híbrido entre un humano y un embajador de una raza que suplantó las emociones por la lógica, choca todo el tiempo con McCoy, un médico dedicado y temperamental. Kirk, en el medio, es el líder seductor que respeta a ambos por igual y media entre sus recomendaciones.

El formato de la serie permite hacerlo todo: viajar en el tiempo, encontrar un planeta estancado en los años de los gángsters en Estados Unidos, descubrir una ameba gigante en el espacio, elaborar un capítulo policial en una cantina espacial. The Next Generation, la continuación de los 90, funciona bajo la misma fórmula, pero la amplía: si la misión de la Enterprise original era explorar por cinco años, ahora no tiene límites.

Las reimaginaciones de Abrams, repartidas en tres películas, son un homenaje puro a la serie original. Incluso pueden parecer insípidas si uno no saca las referencias a la serie original, o desconoce el chusmerío por fuera: cuando, en la película tres, Star Trek: Beyond, el público se quejó de la homosexualidad de Hikaru Sulu, piloto de la nave, seguro no sabía que el actor -no voy a guglear su nombre- es un reconocido activista por los derechos LGTB.

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Entonces, flash forward a la actualidad. Yo y Viñas fumamos porro en la vereda del Fénix. De pronto, la rocola más metalera del mundo deja de escupir guitarras aplanadoras y da paso al arpegio dulce de "Californication". Entre críticas frívolas a la frivolidad californiana, dos frases:

y Alderaan no está tan lejos
es Californication

el espacio será la frontera final
pero está hecho en un sótano de Hollywood


Y ahí hago un click tardío, muy tardío para alguien que estuvo enamorado de los Red Hot, que vivió con Star Wars como saga fundamental y que sabía -por ser más geek que la media- alguna cosa sobre Star Trek. Alderaan, el planeta que explota en A New Hope, y la frase que abre cada presentación de Star Trek. La República y la Federación se unían en esa canción hermosa, en ese video terraja que, a fin de cuentas, también habla de lo que la gente de antes pensaba que iba a ser el futuro del mundo. O el fin.