sábado, 16 de enero de 2016

Japón está tan lejos


Mirar animé es acercarse no sólo a otro idioma, sino a otro lenguaje. Es difícil decir bien qué es. Delimitarlo como toda la animación que se produce en Japón nos empuja a una trampa: es un criterio que ubica cosas en coordenadas geográficas pero no dice nada sobre ellas. Diría mi abogado: "República Oriental del Uruguay" son instrucciones para llegar a este país, pero "Estados Unidos de Norteamérica" contiene, además, algo de información descriptiva.

Un género es lo contrario: un conjunto por comprensión, una lista de características que pueden estar en mayor o menor medida pero que ayudan a ubicar qué es heavy metal, qué es ciencia ficción, qué es una autobiografía, ante la presencia de doble bombo, androides y una primera persona que identifica al autor con el personaje, respectivamente. Es cierto que hay subgéneros, híbridos, fronteras difusas, límites contestados, pero la intuición del consumidor de cultura está lo suficientemente contaminada para que el redactor de una revista del cable y un suscriptor puedan estar de acuerdo sobre definiciones útiles como el terror, el porno o el thriller. El tema es que bajo esta definición el animé tampoco es un género, porque puede haber animé de terror, animé porno o animé thriller.

Creo que el animé es más bien un estilo, una forma de contar, un montón de rasgos visuales. Ojos grandes, reacciones emocionales neuróticas, flashbacks difuminados, secuencias de acción con cámaras hiperactivas, pelos sobrenaturalmente lacios, diálogos pausados. Es animación que se produce en Japón pero también en Corea, en Estados Unidos (como Voltron o Avatar: The Last Airbender) y hasta se hizo en Uruguay. Y adentro de esa bolsa entran muchísimos géneros, con una obsesión por subdividir digna de trotskistas.

Para ese imaginario difuso que cuando nos conviene llamamos "la gente", animé equivale a shonen, o sea, el que apunta a edades escolares y liceales, en general con protagonistas de ese mismo estrato, con un trasfondo de peleas y aventuras, y un elemento no realista. Pero también está el shojo (para nenas, como Sailor Moon), el hentai (porno), y hay subgéneros de homoerotismo para adolescentes, de colegialas con inquietudes lésbicas, de niños que capturan bichitos y hasta un término para comando de jóvenes que pelean con monstruos gigantes con robots que en algún momento se unen en un robot más grande

El hentai siempre me pareció 0% excitante y el shonen, con excepción de Caballeros del Zodíaco, siempre me resultó aburrido; nunca me colgué con Dragon Ball ni con Naruto, ni siquiera cuando era un posadolescente que le entraba a cualquier aberración de la tevé abierta que tuviera peleas y rayos. Pero en estos años de algo parecido a la adultez me crucé con algunas series muy buenas (también películas: La tumba de las luciérnagas, Paprika, todo Miyazaki), que paso a recomendar sin orden particular, con la excusa de que estamos empezando un año o porque sí.


Deathnote (2006)

Creo que es el primer animé ever que me arrancó un "mirá qué bien". Hay unos ángeles de la muerte, los shinigami (sacados de la mitología japonesa, así como Pikachu es una reformulación del raiju, un demonio del trueno), que pasan todo el día en un limbo aburrido, como empleados municipales del más allá. A uno de ellos se le ocurre tirar a la Tierra, donde caiga, un deathnote: un cuaderno de tapas negras ("había un aire de cosas muertas", canta Cabrera en ese tema. ¿Coincidencia? Sí, pero qué coincidencia) que permite al portador matar a cualquier persona con sólo escribir su nombre y pensar en su cara. La cuadernola Papiros de la muerte le llega a Yagami Light, un estudiante meticuloso y resentido con el mundo, que decide usarlo para matar criminales que aparecen en las noticias.

Yagami mata a todos los que puede, todo el tiempo, con disciplina y secreto. Y el statu quo se va al carajo. A lo largo del planeta se crean cultos a esa figura misteriosa que limpia las ciudades de esta inseguridad que lamentablemente estamos viviendo. Ignorando si se trata de un grupo de asesinos o uno solo, la prensa lo apoda Kira, lo más parecido a killer que puede pronunciar el japonés promedio. Los delincuentes se vuelven más paranoicos (el deathnote cumple la función de panóptico mundial) y la Policía investiga con esfuerzo y fracaso a este vecino indignado capaz de hacer linchamientos a distancia.

Todo esto pasa en los primeros dos capítulos. Lo que viene después es una serie de intrigas, planes y contraplanes rebuscados, estrategias y jugadas complejísimas entre Yagami/Kira y L, un joven excéntrico y descalzo con el título del mejor detective del planeta y con un nombre estrictamente confidencial, para que Kira no lo mate. Con una dinámica Sherlock-Moriarty, los dos protagonistas de Deathnote se sacan chispas y atraviesan varios giros de la trama, algunos verdaderamente arriesgados. Son dos personajes llenos de capas de profundidad y dilemas éticos de la historia que resuenan con discusiones de estas épocas: cuánto de libertad individual estamos dispuestos a ofrendar a cambio de seguridad, quién manufactura la vara para medir y diferenciar a los ciudadanos de bien y los otros, qué valor tienen algunas vidas según su moral personal. La densidad de los razonamientos exige mucha atención. No es una serie para mirar haciendo otra cosa.


Neon Genesis Evangelion (1995)

Esta serie es lo que alguien que no ve animé piensa que es todo el animé. Al menos al principio. Hay unos bichos gigantes llamados ángeles que aparecen cada tanto de la nada y rompen todo, y hay humanos que los combaten en mechas -robots gigantes tripulados-, que es también el nombre del subgénero. Los primeros capítulos podrían ser el comienzo de cualquier animé para adolescentes: un protagonista joven, golpeado por la vida pero persistente se une al escuadrón de cazadores de ángeles y a través de su mirada vamos conociendo un futuro apenas distópico, en el que el miedo a la muerte y destrucción urbana no paralizan a la humanidad sino que más bien operan con el sigilo de los desastres naturales en algunos países de nuestro mundo. Si la historia suena mucho a la película Pacific Rim es porque Guillermo del Toro robó de este animé a mano armada con pistola láser.

Evangelion está basado en táctica narrativa que podría ser producto de un cálculo experimental o no. Como en la saga de Harry Potter, el principio tiene un tono 100% infantil (que en el caso del animé incluye un exceso de comic reliefs, una histeria emocional mucho mayor, líneas argumentales que excavan muy poco y una tendencia a que cada capítulo sea una cápsula más que una parte del algo). Pero a medida que avanzan los capítulos la serie madura, se complejiza, extiende seudópodos hacia todos lados, se entrevera, agrega violencia, sexualidad y tragedia. Pero si en las novelas de Rowling eso es un avance escalonado y en siete entregas, acá es una gráfica en línea recta, o una parábola que llega hasta el carajo al final, cuando todo se disuelve en los últimos capítulos, una locura experimental y esquizo que se desarrolla en la cabeza del personaje, que parece hecha por realizadores que toman ácido en ayuno hace meses y que recuerda a la parte demente de 2001: Odisea del espacio. Por suerte, los creadores sacaron una película que retoma y da fin a la historia desde un punto más tradicional y que cuenta qué carajo pasa. Todos contentos.



Fullmetal Alchemist: Brotherhood (2009)

La ambientación es steampunk, ese subgénero de la ciencia ficción que pregunta qué pasaría si en un momento histórico determinado hubiese algunos elementos de la tecnología (sólo algunos) más avanzados que el resto, insertos en un desarrollo científico muy anterior. Historias medievales con máquinas a vapor (de ahí viene el nombre), aventuras de la colonia con submarinos, indígenas con celular. En Full Metal Alchemist todo parece victoriano pero hay teléfono, radios a transistores, autos eléctricos y prótesis mecánicas para los desgraciados que perdieron miembros. En este mundo, la alquimia ocupa el lugar que la ciencia en el nuestro, como si las leyes de Newton hubiesen dado paso a los delirios de Nicholas Flamel. Pero no es magia sino alquimia, y hay reglas que cumplir; la más importante, que se repite en toda la serie en sentido literal y metafórico, es que la materia no se crea ni se destruye. Un alquimista de primero de liceo ya puede convertir agua en vino, pero no puede tomarlo por las normas legales ni crearlo de la nada por las normas del universo.

Edward y Alphonse Elric son dos adolescentes con un padre ausente, que ven morir a su madre en un incendio y deciden usar la alquimia para revivirla, un desafío que los alquimistas experimentados llaman tabú y que está prohibido. El intento de resurrección se complica: Edward pierde un brazo y una pierna, y Alphonse se queda sin su cuerpo, por lo que tienen que fijar su alma en una armadura vacía para que deje de flotar por ahí. Deciden convertirse en alquimistas profesionales (que en ese mundo también cobran funciones de policías) y Edward se especializa en convertir cosas en metal, así como otros alquimistas aprenden a manejar el fuego, el hielo o las habilidades curativas (porque la alquimia también desplazó a la medicina).

Como telón hay una conspiración que involucra a personas del gobierno, como siempre, y a siete villanos que encarnan cada uno de los pecados capitales y que resultan terroríficos porque son demasiado humanos, aunque no sean humanos. Hay muchos otros juegos con la tradición judeocristiana, siempre distanciados: en uno de los primeros capítulos, los hermanos se encargan de desenmascarar a un sacerdote que generó un culto en base a supuestos milagros, que en el fondo son resultados de la alquimia. Pero pronto pasan cosas que rompen las reglas fundamentales, y hasta aparece un lugar misterioso y espiritual, de paredes blancas y con una puerta enorme, al que se llega por medio de meditación y rituales especiales, donde hay un ser etéreo rarísimo (un contorno negro de la figura de una persona con una sonrisa omnipresente como la del gato de Chesire), así que al fin y al cabo todo pasa a ser en el fondo una cuestión de fe. Un poco como la ciencia, porque nadie nunca vio un átomo.

Hay dos animés basados en el mismo manga: éste es una adaptación textual que se hizo cuando los libros habían terminado y el otro, llamado igual pero sin el Brotherhood, se fue emitiendo mientras salían los libros y en un momento los alcanzó, por lo que los guionistas bifurcaron la historia e inventaron la segunda mitad, algo parecido a lo que va a pasar con Game of Thrones por culpa del perezoso y macabro George R R Martin.


Monster (2004)

(Éste es mi favorito. No lo pongo al final porque, ya dije, c'est ne pas un ranking).

Los samurai tienen esa idea de que si uno le salva la vida a una persona, se vuelve responsable de todo el daño que haga después. Kenzō Tenma es un cirujano japonés que trabaja en un hospital alemán y que tuvo la mala suerte de operar y salvar a un niño que cae a la emergencia con una bala en la cabeza y que después resulta ser algo así como el próximo Hitler o el Anticristo. Los 74 capítulos de este animé -el único de la lista que no tiene elementos sobrenaturales ni de ciencia ficción- son una larguísima road movie de Tenma, que decide buscar al nene que salvó, ya convertido en un joven psicópata, para matarlo y remediar su cagada hipocrática.

El viaje está lleno de personajes adorables y detestables a la vez, y de subtramas que crecen hacia los costados como raíces. La fractura de Alemania al medio es un tema recurrente, en especial cuando aparecen conflictos de espionaje, pero es sólo un trauma más en una serie que gira en torno a un humano que llega a escarbar en la crueldad con hambre y que se convierte en un führer en las sombras, una incógnita que mueve hilos conspirativos que se parecen a alambres de púas. Todo está mal en Monster, un drama con muy poco humor. Hay pequeñas redenciones, pero la belleza es descubrir cómo todo se puede poner peor. Johan, el psicópata, es uno de los mejores villanos que conozco, pero hay poco que se pueda decir sin vomitarle spoilers a los pobres lectores.


Cowboy Bebop (1998)

El western es un género muy fácil de llevar a la ciencia ficción espacial. En el espacio hay mucho espacio, como en el desierto, y a las autoridades les quedan agujeros a los que no llegan las leyes, caldo de cultivo para contrabandistas, cazarrecompensas, gángsters, outlaws. Cowboy Bebop mezcla ambos géneros, como la gran serie estadounidense Firefly (del maestro Joss Whedon, crador de Buffy, la cazavampiros).

El protagonista, Spike (nada que ver con el vampiro), es un antihéroe típico, un Han Solo animado que trabaja de cazarrecompensas -un cowboy- y que tiene un pasado complicado. Los otros personajes, que se van sumando de a poco, también tienen cosas que ocultar.

La serie entera es una carta de amor a la música anglo. Cada capítulo lleva el nombre de una canción en inglés o un género que surgió en Estados Unidos ("Jupiter Jazz", "Honky Tonk Women"), que se relaciona de uno u otro modo con el argumento. Muchos episodios tienen incluso frases de canciones insertadas en los diálogos o guiños a las letras, como un momento en el que uno de los personajes se droga y alucina con una escalera que sube hasta el cielo. Bastante más girado hacia la comedia y algo menos complejo que el resto de los animé de esta lista, Cowboy Bebop puede generar una enorme empatía por estos pobres diablos ("Simpathy for the Devil" es el título de uno de los mejores capítulos). Parece haber sido creada con los dos ojos puestos en conquistar a los occidentales tomando los rasgos de nuestro lenguaje visual. Y entre ellos se coló una banda sonora preciosa, lejos del techno industrial o la épica sinfónica que escuchamos en la mayoría de los animé. Si éste fue planificado como carnada, bueno: a veces hay que morder.

Sayonara.

martes, 12 de enero de 2016

Tres (3) lágrimas para Bowie


"No soy una estrella porno
no soy una estrella errante
soy una estrella negra" dijo, y se nos apagó.

Bowie sabía que la cuenta regresiva del cáncer se estaba acercando a cero. Ahora, con el diario del martes, parece obvio que un tipo que hizo de su vida una obra de arte no iba a desaprovechar su muerte, esa materia prima inagotable. ★ (Blackstar) es eso: la piel que deja el camaleón antes de volverse color nada, una marcha (así le decíamos a la música electrónica en los noventa los que no sabíamos nada de música electrónica) fúnebre a sí mismo de siete tracks, una profecía a corto plazo. Una última guiñada con sus ojos de pupilas asimétricas. Una corona doble: floral y de duque.

"Mirá acá arriba, hombre
estoy en peligro, no tengo nada que perder
estoy tan alto que mi cerebro es un remolino
dejé caer el celular hasta allá abajo
¿no suena a algo que haría yo?", adelanta David Robert en "Lazarus".

Levantate y andá, Bowie. Levantate y andá.

Ayer estaba en Piriápolis, trabajando y juntando en mi cráneo energía solar que se traduciría en una insolación satánica. Pocas veces sentí que el sol era tan negro. La falta de celular -yo también lo dejé caer- hizo que me enterara de la noticia en medio de un almuerzo con cosas que elegí no comer. Una gurisa lo comentó al pasar y pensé que era joda hasta que me mostró Wikipedia. La odié un buen rato. Los mensajeros están para eso.

Después se me filtraron tres lágrimas. Las conté. Hubiese sido más poético homenajear a "Five Years", pero mis glándulas lagrimales no saben nada de gestos simbólicos. Legué a casa muy parecido a muerto y me puse a escuchar el último-último disco de Bowie, algo que estaba postergando hasta no encontrarlo en alta calidad. Lo escuché en un video de Youtube con sonido horrible. Y era de alta calidad.

El tema que cierra el disco dice que él sabe que hay algo que está mal y que hay diseños con calaveras en sus zapatos. Se titula "I Can't Give Everything Away". No puedo entregarlo todo.

Es mentira.