viernes, 10 de octubre de 2014

Militares, bebés, cylons y kriptonianos



Spoiler: lo que viene está lleno de spoilers.

El otro día estaba mirando Battlestar Galactica (BG). Wikipedia la define como "a military science fiction television series", que yo traducira como "una serie televisiva de ciencia ficción miliquera". Es de Ronald D Moore, un pibe que pasó de mandar un guión a Star Trek: The Next Generation (la del pelado Picard) a ser editor de guiones y cabecilla general de la última temporada, en 1994. BG es una remake de una serie de los 70: hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana, hay una guerra milenaria entre humanos y androides (cylons). Los androides matan a la mayoría de los humanos de Caprica, el planeta central de la civilización, y después persiguen a los que siguen vivos y esparcidos por colonias, naves y asteroides por el espacio. No son exactamente nosotros: la religión es politeísta, las puteadas son otras (se usa el verbo frack en vez de fuck) y hay tradiciones distintas. Eso sí, las jerarquías militares son iguales. Ciencia ficción miliquera.

La guerra se complica cuando los cylons producen una serie de robots de apariencia humana, capaces de infiltrarse entre la gente y colocar bombas, sabotear comunicaciones, robar información y asesinar líderes. Cuando la flota de una nave -la Galactica- logra capturar a una cylon de aspecto humano, se produce una especie de milagro: ella da a luz a un bebé que concibió con un humano. La presidenta, en colaboración con los militares, le dice a los padres que el niño no sobrevivió. El plan es que otra mujer se haga cargo de la criatura (en todos los sentidos del término) para estudiarla y ver en qué evoluciona esa mezcla imposible de ADN humano y lo que sea que tengan los robots adentro del núcleo de lo que sea que tengan por células. El bebé de esta señora, que nació muerto, se lo entregaban a la pareja humana-cylon, y ella jura no hacer preguntas sobre el origen de su hijo nuevo.

La presidenta lo hace con más determinación que culpa. Es un mal necesario, más necesario que mal. No hay grandes dramatismos de banda sonora ni juicios morales. Es una guerra. Eso resonó con una palabra que las semanas anteriores había sonado por todas partes, junto con el número 111.

Expropiación. Así le llamamos a eso en estas latitudes.

Claro que la referencia que prefieren los yanquis es la Segunda Guerra Mundial, porque la ganaron. En la tercera temporada (SPOILERS) los cylons encuentran a los humanos y los esclavizan, encierran a los disidentes en campos de concentración y controlan a todos con ayuda de humanos colaboracionistas, onda judenrat. Pero la obra está en el aire, y el clima de paranoia, la idea de que "ellos están entre nosotros", las bombas y otros detalles (los robots están divididos: los hay más radicales y más moderados, más y menos dispuestos a matar humanos, más diplomáticos y más armados), leídas desde cuentas de Netflix del Cono Sur, no pueden no resonar con cosas que empezaron a pasar acá cuando salió la serie original y que terminaron en la época que se me ocurrió nacer.

Esa escena expropiadora nunca podría salir de cabezas latinoamericanas. Probablemente tampoco BG. Es posible que la ficción estadounidense hable tanto de regímenes autoritarios miliqueros porque nunca los vivió, y es muuuy difícil identificarse en estas latitudes con un militar que mete la mano para revolver a los civiles. En el relato latinoamericano -bah, de los latinoamericanos que piensan más o menos como yo, que leen más o menos las mismas cosas que yo y van a los bares que más o menos voy a verse con gente más o menos como ellos, y que en algunas madrugadas de delirio creemos que equivalemos al todo- no hay otro final feliz que recuperar al hijo, que conozca a sus padres verdaderos y que se juzgue a los expropiadores. Voy por el comienzo de la temporada 3 y eso no pasó. No creo que pase (prohibido spoilear; haz lo que yo digo).

Hace poco un joven crítico de cine uruguayo (si Gabriel Sosa esquiva el nombre en sus notas, ¿por qué lo escribiría yo?) tiró en una cena de panqueques y vino una lectura interesante de The Leftovers, esa serie que no me atrevo a mirar a causa del "de los creadores de Lost" y a pesar de Christopher Eccleston. Los yanquis nunca lidiaron con la ausencia, con la desaparición, con no tener un cuerpo que enterrar; tan así que tienen que imaginar motivos sobrenaturales para poner esas ideas en juego.

Hace un tiempo me enfrasqué en una discusión triple -probablemente también regada de vino- sobre una respuesta del Trivia. ¿Cuál es el verdadero nombre de Superman?, era la pregunta, y la respuesta, Clark Kent. Alguien salió a refutar con el monólogo final de Bill en Kill ídem: la verdadera identidad es Superman, y Clark Kent es la máscara que adoptó para camuflarse entre los humanos de Metropolis. Clark Kent es como nos ve. Yo me metí a bardear: ninguna de las dos respuestas es correcta, con el perdón de Quentin.

La respuesta correcta es Kal El, el nombre que le dieron sus padres antes de depositarlo en esa cuna intergaláctica que lo alejó de Kriptón instantes antes de que el planeta explotara. Está claro que los Kent son salvadores, acogedores, y no expropiadores: adoptaron al niño que levantaba tractores de futuros menos marcados por la bonhomía (de bon homme, no de Bonomi). Podría haber sido peor, y hay cómics como Speeding Bullets (dibujado por Eduardo Barreto, uruguayo) y The Nail que lo prueban. (Ambos son historias de mundos paralelos. En el primero, la nave cae en Gotham City y lo adopta la pareja Wayne. Cuando los matan a la salida del cine, Bruce se convierte en un vigilante urbano superpoderoso. En el segundo, Kal cae en una comunidad amish que lo oculta del exterior, y el mundo se convierte en un lugar horrible bajo la influencia de Lex Luthor).

Pero la identidad es la identidad, y no hay que olvidar que según algunas versiones de la tragedia de Kriptón, la culpa de que el planeta explotara es de los militares que gobernaban el planeta -en algunos relatos hasta con golpe de Estado y ejecuciones de por medio- y no le dieron pelota a las advertencias de los científicos. El Último Hijo de Kriptón es huérfano por culpa de los uniformados. Ciencia ficción miliquera. Así que cuando alguien pregunta cuál es el verdadero nombre de Superman, alguien como yo, que lee más o menos lo que leo yo y que vota más o menos lo que voto yo, debería responder, sin dudar, Kal El.




lunes, 1 de septiembre de 2014

Siempre supe que es mejor, cuando hay que hablar de a dos, empezar por uno mismo







La primera vez que fui al Cafetín de La Teja -bah, que me pasé hasta casi llegar al Cerro y tuve que llegar caminando, acompañado por una mujer linda y una paranoia fea de explorador nacido en el no-barrio de Tres Cruces- me entreveré con los cuatro o tres botones de la rocola y puse este tema dos veces. Me dediqué una vuelta entera a escuchar sólo el bajo que hacía vibrar las ventanas, mientras la madrugada me hacía pensar "esto es rock".


Qué lindo disco. La Shakira de trenzas horribles, la que escribía sus propias canciones con música y todo, la del aire loser que sintonizaba con 1998; todavía no la de la intuición, nunca angloparlante, definitivamente ni un poco rubia. La que agitaba el monedero en "Ojos así", no tan sexy como con esa sed de atención de nena chica que pretende ser el centro de un cumpleaños con su única habilidad. ¿Dónde están los ladrones? me debe haber marcado más que el Nevermind, en una época con más campamentos de telenovela que graffitis y vandalismo urbano (vivía en Carrasco Norte. No hay mucha cosa que vandalizar, porque no hay mucha cosa).


En serio, qué buenos bajos que tiene Shakira. Debe haber sido el único disco que ocupa ese conjunto casi vacío de las cosas que compartimos con mi hermana tres años menor (las lecturas no, en el Nintendo yo era tan bueno que -o porque- acaparaba el control, Buffy, la Cazavampiros se la obligaba a mirar pero creo que nunca le prestó atención, Nirvana le parecía ruido y lo era). Hay que verla en el Unplugged de MTV (a Shakira, no a mi hermana), ronroneándole a los músicos con una torpeza súper liceal, robándole aún más piques a Alanis o cantando una preciosa versión de "Inevitable" a cuatro guitarras, una tocada por ella. Aparte, el bajista se sentó atrás de la entonces pelirroja y la cámara lo agarra todo el tiempo. Lo que más me gusta de estos unpluggeds son las reversiones, y Shakira acá lo hace mucho, mete inflexiones de voz distintas y muchas variaciones melódicas, además de que la bandaza rearregló todos los temas. Me encanta la versión trancadísima, monontonal, inundada de Hammond, de "Estoy aquí", la canción del disco Pies descalzos, sueños blancos, que cierra con el tema antiabortista más lindo de Lantinoamérica, "Se quiere, se mata" (en una letra posterior dice que no cree en Marx. Para atar cabos).


Contrario a lo que todo el mundo piensa, no es su primer disco: cuando era menor (artísticamente y de edad) sacó Magia y Peligro, dos fracasos comerciales que vendieron en total 3.000 copias en Colombia, que hoy están desaparecidos del planeta y que me haría enormemente feliz encontrar algún día en la feria. Después, bueno, vino Servicio de lavandería, con la mano de la productora, cantante y gusana Gloria Estefan revolviendo algunas de las composiciones y un trasfondo obsceno de temas dedicados a De La Rúa Jr en plena crisis argentina. Igual está "Underneath Your Clothes", creo que su última canción inspirada.


En los años siguientes perdió peso, perdió gracia y ganó millones de dólares y de fans, pero no pude escuchar "Loba" del todo libre de gesto irónico. Aunque si viene a Uruguay, claro, estoy ahí (queriéndote), en primera fila, o lo más cerca que me permita Red UTS. Para que lo que queda de mi yo de 1998 vea lo que queda de la gordita loser o, de última, para estudiarle los dedos al bajista.

miércoles, 2 de julio de 2014

Ensayo sobre perdedores


1.
A Roberto Musso lo entrevisté hace muchas capas geológicas de la juventud, en Juan Lacaze, cuando fui a cubrir el Festival del Sábalo (!) para una página web que ojalá se haya perdido para siempre en los abismos del caché. Yo era un prejoven, el Cuarteto era precampodónico (bah: el Cuarteto todavía era un cuarteto) y el rock era prepilsen. Era rock hecho en Uruguay, porque todavía no se había inventado el rock uruguayo. Alrededor de Musso y yo, el pueblo se preparaba para el ruido: las familias huían del predio y los rockeros lacacinos entraban -porque era también un tiempo preamistad entre rock y familia-. Incluso había visitantes de Colonia Valdense que se habían aventurado en territorio enemigo. Musso le contestaba mis preguntas liceales a un grabador que temblaba, mientras yo miraba el piso para escaparme de su visión estrábica. En eso cae Riki diciendo que había asustado a unos policías persiguiéndolos y diciéndoles no sé qué cosa. Su hermano mayor larga una risa de hermano mayor. El diálogo que sigue es una reconstrucción de memoria -o sea, mentirosa- porque, por suerte, también se perdió la grabación.

-¿Esto es común?
-Y... Riki es así. Nosotros nos hacemos un poco los raros pero él es de verdad.

Años después -poscampodónico, pospilsen, posliceo- salió el disco Raro, con esa aberración genética en la tapa. Pronto el Cuarteto sería rap, sería Grammy, sería quinteto.

2.
Rarísima la tapa de ¡Formidable!, el disco de Riki que acaba de salir para bajar gratis y obligatorio. Si el 4Teto en su disco quiebre lució la portada de un Frankenstein de sus integrantes, acá Riki Musso deja claro que basta con su deformidad propia, apenas retocada. Por algún motivo, siempre me pareció el más loser de los cuatro. Mientras Roberto se empeñaba en construir la imagen de perdedor desde la primera persona, y con qué talento, Riki hacía sufrir a sus personajes con la saña de un demiurgo resentido, una víctima del bullying antes de que se llamara bullying, que ahora se cansó de ser el gil y se compró una pedalera. La galería de personajes de Riki es un circo de niños con cáncer y/o víctimas de abusos varios, amputados que pasaron por lobotomías, hombres viudos con hijos retardados, polacos perdidos en Montevideo; él entiende al deforme (hasta le compuso esa canción directa de 1986) y lo canta desde adentro. En verdad, aunque no use tanto la palabra yo, Riki es el que más escribe en primera persona.

3.
Odiar a Campodónico. Colgar al DJ. Un poco no nos gusta que la banda que escuchábamos -primero en casete atraídos por las malas palabras y después en CD, atraídos por la irreverencia nacional- se haya vuelto tan masiva de la mano de Campo. El efecto Gollum. Muy uruguayo, diría, si no me molestara tanto cuando la gente etiqueta de muy uruguayas actitudes que en realidad son de gente de todo el mundo (a su vez, una actitud muy uruguaya). Seamos sinceros: nos rompe las bolas que el continente le dé a la banda lo que nuestro país despistado no tuvo ganas ni capacidad de darles. Nos jode que gente que nació en los 90 use remeras tamaño M de la banda que seguimos durante toda la década pero no nos animamos a exhibir en la ropa. Nos molesta mucho que los perdedores ganen. Somos conservadores. Nos gusta que suba gente al ómnibus hasta que subimos nosotros, y a partir de ahí que no suba nadie. Pero la culpa es de Gollum y del anillo: Campodónico, productor a lo yanqui -de los que empiezan a trabajar desde el proceso creativo y no recién en el estudio-, se dio cuenta de que había que homogeneizar el sonido, pero lo que hizo fue pasteurizarlo. Campodónico, productor hasta cuando intenta ser músico -porque Campo, vamos, no es mucho más que un proyecto armado por un productor en rol de productor, además de un anuncio mentiroso de un género nuevo, el "subtropical"-, se dio cuenta a partir de Raro que el rap rendía, y Roberto Musso no hizo prácticamente nada más desde ahí que rapear. Campodónico eliminó el "chiste musical", los ruiditos de fondo, los cambios de género que probaban que el Cuarteto no sólo era gracioso: eran una buena banda capaz de tocar mucho. Campodónico metió copypaste en la grabación de Bipolar y cuando salió el disco Riki vio que cosas que había grabado no estaban y que había cosas que no había grabado y estaban, así que Riki se fue. Un buen perdedor es el que pierde pero también el que elige perder.

4.
Riki era el Campodónico de antes. Grababa al Cuarteto en su estudio, mezclaba, masterizaba, retocaba. Metía muchas guitarras. Sonaba imperfecto, sonaba casero, sonaba vivo. Aunque no se lo reconozca nunca como guitarrista, Riki es tan bueno que hubo que buscar al mismísimo Topo Antuña para llegar a la altura de su deformidad refinada. Un hombre de muchos pedales, amigo del efecto tremolo, de las escalas cromáticas incómodas y de los bends que parecen gritos de Cuasimodo. Un observador de los tics de los géneros para reproducirlos, medio en joda y medio en serio. Ante el sonido más tirando a homogéneo de los últimos discos del Cuarteto, ¡Formidable! se vuelca hacia un pop bizarro de guitarras acústicas y bajos precisos que Tavella nunca hubiera tocado. Hay armonías "raras", tiempos irregulares, solos ruidosos: cosas que el Cuarteto desterró en sus últimos discos. Riki es el dios del estudio: grabó voces, teclados, bajo y muchas guitarras (las baterías quedaron a cargo de Leo Baroncini, ex Los Tontos) y juguetea con armonías folclóricas "La antorcha humana" (un tema que viene tocando en vivo hace años en sus presentaciones de hombre solo, algunas junto a Maslíah) y en "Chiche bombón", visita a Buenos Muchachos (ok: a Pixies) en "6 días de asueto", ahoga su voz en flanger casi al final de "Criminal" y jode con el autotunes en "La flor de la sandía", como un guiño a la indignación que generó cuando lo usó el hermano mayor en Porfiado. También es un gran letrista. Dos ejemplos. A) "y me gritaron imbécil / el resto de la frase la perdí en el hormigón", en "La estrella del baile" (la anécdota de un músico que, patovica mediante, no puede entrar a su propio show, o un ensayo sobre las diferentes capas del problema de ser perdedor aún ganando, una temática que sobrevuela todo el disco). B) "La irrisoria estadística .1 en un millón / es un montón si justo te toca a vos", en "La antorcha humana", que tiene el plus graciosísimo de "bola de fuego para bailar". También hay climas, ambientes, onirismo (me embolé de citar nombres enteros, pero hay un tema buenísimo y circular sobre cabras y ovejas en un ascensor, que suena muy Exilio Psíquico), amor (otro tema sobre una mujer que huele a sandía), resignación laboral (hay una que es como una respuesta a "Pobre papá"). No tan infumable a propósito como en discos anteriores, más de entrecasa que casero, nada low-fi, la ironía del título habla de los buenos perdedores, los que saben sublimar su condición en algo útil y hacer de toda esta mugre aunque sea una perla.

jueves, 27 de marzo de 2014

Todos los trabajos son de terror (II)

(Segunda parte de esto.)

"¿Quién me mandó ser telefonista?
¿Desde cuándo esa es mi vocación?
Enmudecer no estaría mal
(se me da mejor escribir que hablar)
o simplemente ser vegetal
o quizás proteína o derrame cerebral".
"Telefonista", de Carmen Sandiego. Inédita.


Había un capítulo bastante bueno de Hermanos y detectives, la serie de Damián Szifron, también creador de Los Simuladores. A hermano y detective grande se le armaba un bardo porque una trabajadora social lo estaba evaluando para decidir si se podía quedar con hermano y detective chico o lo mandaban a un orfanato. (Dos cosas que nada que ver: uno, no recuerdo trabajadores sociales retratados desde un costado amigable en la ficción mundial, salvo Falcon, el superhéroe negro neoyorquino de los Avengers; dos, qué buena idea Los Simuladores, esa mezcla de Los Magníficos con una hipérbole del chanta bonaerense, cuatro ultimate cagadores, o una forma inteligente de procesar -un freudiano diría elaborar- la imagen de Argentina que tiene el mundo; eso más un leve barniz moral). Hermano y detective grande, además, tenía que resolver un caso de un francotirador que mataba gente desde algún edificio del centro. Al final (SPOILER) era un viejo frustrado que trabajaba en un call center. Siempre me pareció un poco exagerado.

Eso hasta que empecé a trabajar en un call center y empecé a no entender cómo hacía la gente que trabaja ahí para no matar a todos.

Ojo: hay call centers y colsenters. Yo conocí a una mina que saltó por la ventana de Informes 20 porque la estaba volviendo loca. Saltó metafóricamente, digo, pero seguro que alguna vez pensó hacerlo de verdad. La llamaban más que nada pendejos para que les resolvieran los deberes o gente que sólo quería conversar y no tenía con quién. La gente sola es más angustiante que los muertos.

Eso último también le pasaba a una amiga que tuvo que trabajar en una hot line. No, los pajeros no eran lo peor. Con ellos la relación era más promiscua: llamaban un día a Susy y otro a Jennifer, y con la acabada se terminaba el contrato y la llamada. Con el exorcismo de esos mililitros de chele que aterrizaban en un pañuelo elite terminaba la simulación de ese algo que ninguna de las partes creía, como el goce (lapsus: puse "coge", que es anagrama) teatral de una puta. De los que llamaban, los peores no eran los que necesitaban un monte de Venus sino un abrazo. Gente vieja y sola, gente joven y sola. Gente que pedía siempre con Susy o siempre con Jennifer. Algunos se aburrían de hablar de sexo; la orden del día incluía sus familias, sus trabajos o nada: sólo hablar. El juego -perverso- era mantener el interés para que el tipo no cortara, siempre evitando con más o menos elegancia las invitaciones a tomar algo que tarde o temprano llegaban y que una cláusula en el contrato de las operadoras prohibía. Tampoco estaba permitido pasar un teléfono, una dirección, un mail, un facebook, una foto.

Una compañera de esta mina le contó que había un tal Sergio que llamaba día por medio. Parecía que estaba impostando la voz ronca todo el tiempo para que pareciera más grave. Le decía "linda" cada tres palabras. En los pasillos, en los veinte minutos o en los diez - así se particionan los descansos- se lo imaginaban como un pendejo de 15 años con acné y se reían, pero con el tiempo Venus dejó de prenderse a los chistes. La verdad, le confesó a mi amiga mientras trataba de prender un cigarro suelto de quiosco, era que se estaba enganchando. Un día que la supervisora faltó para hacerse el PAP, Venus le dijo a Sergio que era Mariana y que la pasara a buscar después de su turno. Supongo que se animó como un cajero mete la mano en la caja chica o una vendedora de ropa se roba una bombacha. Arreglaron la hora pero Sergio nunca llegó. Llamó al otro día.

-¿Qué onda?
-Te tengo que decir algo.
-...
-Pasa que soy mujer -dijo Sergio con una voz aguda que era la de verdad.

Cortó y no volvió a llamar.

Mi amiga también me contó de la vez que un viejo le dijo que la quería. Ella se rió, siguió la charla y cuando terminó se pidió la media hora, se encerró en el baño, abrió la canilla fría al máximo, se sentó en el water y explotó en un llanto de lágrimas calientes que le quemaron los ojos como chorros de volcán. "Me siento una mierda", me dijo. Yo seguía dudando del cuento de Sergio pero igual le presté un abrazo largo, tibio, inútil.

Ahora me toca a mí. Primer día de la capacitación del call center. Estoy lleno de sueño. Es demasiado de mañana para un noctámbulo insomne y que nació en modo low bat, pero (de esto me enteraría un cacho más tarde) en este call center el tiempo funciona de forma un poco peor que afuera.

-Bueno, antes que nada, este trabajo tiene una peculiaridad: la mayoría de la gente que trabaja acá está sobrecalificada. O sea, todos ustedes son mejores que este puesto.

Hubiera cerrado los ojos en señal de suspicacia, pero ya los tenía cerrados por el sueño. Nadie te hace levantarte tan temprano para halagarte. Ya empezamos mal.

Seguimos peor. "¿Los días de capacitación son efectivos?", pregunta desde el fondo y desde abajo de su cerquillo negrísimo una piba de vaqueros y actitud igual de rotos. Efectivos: maneja el slang, sabe cómo viene la mano y quiere saber si nos van a pagar la semana de adiestramiento a los 25 tristes apilados en un cubículo de paredes de vidrio y unidos apenas -y hasta por ahí nomás- por el frío y el desempleo. El adiestrador -la rotita, Johnny Rotta, seguro conocía una palabra más apropiada- contesta haciendo un esfuerzo alienígena para no cagársele de risa en la cara.

No, claro que no son efectivos. Si me preguntan, son lo contrario a efectivos. Pero nadie pregunta.

Debería sentarme al lado de ella y dedicarnos a reírnos de todo y de todos con maldad sulfúrica, pero estoy demasiado dormido como para lo que sea. Trabajó en varios de estos, se fue de su casa de muy chica y tiene una relación intensa con sus padres; de todo esto sólo contó lo primero, pero lo otro es obvio.

El domador de gente reparte el manual del buen operador. Es un folleto impreso en unas A4 dobladas, con un nivel de onda parecido al de un panfleto de una comunidad anarquista. Los opuestos se toquetean. El objetivo de la biblia del perfecto telemarketer (así se llama en lo que nos deberíamos convertir después de dejar la piel vieja en el cubículo de vidrio) es apoyar el proceso complicado de metamorfosis que se requiere para trabajar en un call center que vende servicios para otro país. Hay que llamar a España. Hay que evitar expresiones locales y usar palabras de España. Si los clientes preguntan, hay que decir que estamos en un edificio en España. Todos los relojes (los de las paredes, los de los teléfonos, los de las computadoras) están con la hora de España. Antes de atravesar la puerta y marcar tarjeta, son las 8 am; después de que el aparatito contesta con un piiip malhumorado son las dos de la tarde. Esa esquizofrenia espaciotemporal duele más cuando uno sale a las 21 pero en el exterior de la burbuja de cemento, aluminio y emprendedurismo son las 15. El cerebro piensa en noche y se encuentra con la luz de un sol cagón de otoño, porque acá el tiempo funciona de forma un poco peor que afuera.

Lo otro es el lenguaje. No se puede decir costo porque significa una piedra de porro, así que es coste. No se puede decir correr. Está prohibido que se escape un ta o un che. Las palabras de origen anglo se pronuncian como se escriben: wi-fi es "uifi", Orange es "oranje". Nunca pronunciarás la palabra celular, que en la Madre Patria suena a biología. Siempre móvil. Hay que ustedear o tutear, pero JAMÁS vosear. Otra esquizofrenia más, una arriba de la otra, más el peso de los días de cansancio, pueden ayudar a que la gente descubra que abajo de sus peores cosas hay cosas aún peores.

"Buenas tardes, soy Federico y le estoy llamando de Movistar": exactamente así había que empezar cada llamada, según el entrenador de humanos. Nada de "mi nombre es" o de "trabajo en". Lo ensayamos en la capacitación antiefectiva mil veces, repitiéndolo como un mantra para que se quedara pegado del lado de adentro como melodía infantil o como nicotina en los pulmones. "Buenas tardes, soy Federico y le estoy llamando de Movistar". "Buenas tardes, soy Federico y le estoy llamando de Movistar". "Buenas tardes, soy Federico y le estoy llamando de Movistar". "Buenas tardes, soy Movistar...".

La gente. Cada chafi. En los recreítos, en los almuerzos con gusto a microondas y en la sala de descanso, que tiene una mesa de ping pong que funciona como dispersión y como carnada, cuando la rota deja hablar al resto, van apareciendo. El treintón con cuerpo de rugbista que fue policía y se llenó de coimas y anécdotas que no debería contar. El profesor con una calvicie deprimente para su edad corta, pálido y rubio, todo desteñido él, que de noche da clases de historia para darle de comer al pibe de dos años. El jipi que vivió en Venezuela y la policía le robó como castigo por porte de documento extranjero, que cuando podía dormir soñaba con vivir del dibujo. La pendeja dark de ojos más que oscuros, adentro y alrededor, que se esfuerza por esconder bajo las mangas largas el souvenir de dos cortes asimétricos, uno por brazo. La vieja que no entiende nada de nada de nada.

Y yo.

Terminó la semana. Hay líderes, enemistades, coqueteos, competencias. Ya somos un grupo, con sentimientos de pertenencia y un cable de teléfono invisible que nos une. La prueba (LA PRUEBA) es dura. Todos están en el cuarto y van agarrando el teléfono para vender un plan de mierda a un gallego (El Gallego, el encargado al que clavaron en el Tercer Mundo con la tarea de velar por que los indios se comporten), que está en su oficina. El premio por aprobar es ganarse un cubículo minúsculo con una computadora vieja y un teléfono sofisticado del otro lado del vidrio. En caso de fracaso, el castigo es el fracaso de haber fracasado al intentar entrar en un lugar fracasado. Es el caso de la bobita de 19 años que estudia derecho: en pleno acto de venta de mierda se quiebra y sus ojeras se ponen a llorar, mientras se agarra el pelo planchado. Manotea sus cosas y se va, pobre y apagada, por el pasillo, revolviendo su bolso caro sin dejar de taconear hasta encontrar un rollo de papel higiénico. Me toca a mí, y no me va tan mal con el falso cliente. Al menos no tan mal como se esperaría de alguien incapaz de venderle nada a nadie. El personal trainer lee la lista de los que quedamos. Todos menos la bobi. Cuando el tipo pronuncia mi nombre, me doy cuenta de que la noticia me alegra y siento un asquito tóxico de mí mismo.

De afuera, la empresa es un galpón de aspecto turbio, cerca de la terminal de Río Branco, en una calle poblada de ruido, casas de repuestos y basura. Adentro no se parece en nada a las imágenes luminosas esterilizadas de call centers que cuelgan en la web. Para empezar, casi no hay gente linda, y no hay uniformes blancos ni dientes blancos. Las plantas son de un plástico inmortal y deprimente. Los bordes de la alfombra están levantados y los escritorios exhiben la mugre anónima de los lugares donde todos los días se sienta una persona diferente. Suena la campana y entramos como vacas, a elegir el cubículo que quede más cerca de la ventana pero más lejos de donde se sienta el supervisor.

Como el ser humano, el telemarketer empieza siendo junior. Junior significa que somos peores que los senior, y nos encargamos de llamar a malos clientes para ofrecerles malos planes. Es el primer día efectivo, y cae la primera llamada. Ensayo el mantra empresarial para adentro mientras suena el túu túu.

-¿Hola?
-Hola. Digo, buenas... me llamo... soy Federico y te llamo de Moves... Movistar, y quería saber si... blllrlghsjk

Cuelgo. Claro que está prohibido colgarle a los santos clientes, pero la presión es insoportable. Mientras, una piba de nombre ruso mete una venta en su primera llamada, y otra, y otra. Un peso más de comisión. Yey. Yo intento una segunda llamada que falla, y una tercera que falla más. Capaz que me tengo que ir a la mierda, pienso demasiado tarde. La supervisora no sabe mi nombre, pero escucha alguna de mis llamadas catastróficas y me dice que tengo que hablar más tranquilo.

-Y también tenés que sonreír. Vos dirás que no, pero del otro lado del tubo el cliente lo nota.

Contengo mis ganas de sugerirle usos proctológicos con el tubo y salgo de España a tomarme los diez. Me tiemblan las manos y rompo varios fósforos antes de poder prender un cigarro. Pienso en el alivio de la renuncia y en la severidad de mis viejos. Pienso en Facultad, que no voy a poder cursar. Pienso en la plata, que no voy a cobrar hasta dentro de un mes. Terminan los diez y el cigarro. Vuelvo a España, al cubículo. Levanto el tubo y ya no pienso.

Pasó una semana. Hay cambio de horario para que el país ahorre electricidad, pero para mí significa levantarme cuando el mundo es más temprano, todavía de noche pero con una pincelada tímida de sol. Mantener los ojos abiertos arde como si tuviera los párpados llenos de vidrio molido y el cansancio acumulado pesa como arrastrar a un amigo muerto en la guerra. Despertarse para pasar ocho horas de clientes que te desprecian por sudaca es una forma lenta de suicidio del orgullo. Y yo, que nunca había trabajado mucho más que dando una mano en la carpintería familiar; yo, con una comodidad que no combina mucho con una infancia muy cercana a la pobreza; yo, aburguesado por elección y por incapacidad, estaba asomando la cabeza al mundo del proletariado, y lo que veía se parecía mucho al horror.

En la primera llamada, un hombre de Madrid me grita "vuélvete para tu país". Me encantaría decirle que estoy en Uruguay, pero el contrato no me deja y tampoco estoy muy seguro. En la segunda, le vendo a una vieja un paquete que no le conviene, porque le deja mandar mensajes pero no hablar gratis con todos sus hijos, una ventaja de un plan viejo que a Movistar le pareció demasiado beneficioso como para mantenerlo. Ella está en la playa y yo le habilito el plan nuevo (una de las pocas veces que coseché una comisión); cuando se da cuenta de que la re cagué, reclama. Obvio. Yo me pongo nervioso y corto el teléfono. Si alguien está escuchando me van a cortar las bolas, pienso. Soy un antitelemarketer. La vincha negra de la familia. Trato de ubicar a los supervisores. No se los ve. Me pongo nervioso y no me quedan cigarros ni tiempo de descanso. Me desconecto de la Matrix y voy hasta el baño. La pared está hecha de azulejos de varios tonos de celeste y me pierdo en el sinsentido geométrico de los cuadrados. Sigo nervioso, re. Me cuesta llenar los pulmones y empiezo a ver todo negro. Me paso las manos por los ojos y los dedos mojados me avisan de que estoy llorando. Y ahí llega, sorpresivo como una piña de garrón, el ataque de pánico, feo, opresivo, indescriptible como el Cthulhu. Pero en el medio del asalto de angustia sin forma ni contenido tengo la dedicación de abrir la canilla para que el agua corra fuerte. No sea cosa que un supervisor me escuche.

Llegan los días de la noche. Dos veces por mes hay que ir un sábado a las dos de la madrugada, mientras en España es de mañana y los españoles están con las defensas bajas. En esas noches tétricas nos juntan con los senior, los salados, los que aguantaron más tiempo en un trabajo en el que cada semana renuncian 20 personas y entra la misma cantidad, como en un matadero de puerta giratoria. Los senior son un mundo aparte. Más cancheros, menos inseguros, tienen algunos minutos extra de descanso y cobran un sueldo menos miserable que nosotros. Entre los senior que venden más se sortean celulares y electrodomésticos. El empleado que acumula más comisiones tiene asegurada su foto sonriente en la pared por al menos un mes, y puede aspirar a ser -oh- supervisor.

Están los que siguen de largo y cuando el encargado no mira se pasan la bolsa con disimulo inútil. Algunos toman merca incluso fuera del baño, escondidos atrás de las paredes de compensado barato de los cubículos, cuando los jefes están en la otra punta del cuarto. Sacan el saque con la misma tarjeta con la que se marca la llegada, que siempre está a mano. De alguna manera, todo lo que rodea a tomar y trabajar es simbólico y patético. Hablan mucho y venden mucho. La jornada nocturna atraviesa la madrugada como una aguja y nos deja al otro día, a la tardecita de España pero a la mañana uruguaya. Me pregunto qué hará la gente a esa hora con su dureza, pero no me interesa tanto la respuesta como para formularla en voz alta.

Llamo a un señor -señor, no senior- y me atiende su mujer. Me dice que lo llame al celular y me pasa el número. Atiende una piba de voz más joven que la anterior; me dice que él está en la ducha. Te agarré, pillín. Lo llamo al rato y le cuento que recién hablé con su esposa y le ofrezco los planes de mierda. Aunque no digo nada directamente, un poco lo estoy extorsionando. El tipo lo sabe, yo lo sé, la amante lo sabe y el pobre compra mi silencio con sus euros invertidos en un plan para hablar más barato de noche. Cuelgo con la cabeza hecha un cóctel de culpa y satisfacción.

Y es ahí, cuando me estoy por convertir en buen telemarketer y peor persona, que renuncio. Quería cagarlos a puteadas, decirles que su empresa-picadora de carne es una aberración similar a la Conquista española reformulada en el capitalismo tardío, que es un trabajo de esclavitud, mal pago y que te hace mierda la espalda y los nervios. Pero no, no lo hice, porque ser trabajador, joven, experto en nada y sin diplomas ni parientes capaces de acomodarte también significa ser rehén de la parte más disciplinaria del currículum que llamamos "referencias laborales" y que te inhabilita a mandar a la concha de su madre a la gente que probablemente más lo merezca. Improvisé excusas en una carta vaga, la presenté a las alimañas de Recursos Humanos y me fui.

No hay saludos para nadie ni pedidos de celulares ni mails. No quiero estar en contacto. Ni con la rota, ni con el profe, ni con la dark. No quiero que nada que me pueda recordar a esto siga embichado en mi vida. Hasta me prometo tratar mejor a los operadores, incluso cuando la empresa que representan me esté re cagando. Camino por el pasillo, mirando a través de las paredes de vidrio a mis nuevos ex compañeros encorvados, que sonríen para que clientes del otro lado del océano los escuchen sonreír, más entusiasmados y menos desempleados que yo. Siento el desempleo como un peso que se evaporó, como una brisa de Rocha en tiempos de aire acondicionado. Como un miedo o como una libertad. Tengo la plata del salario vacacional abortado, que me grita desde el bolsillo que la gaste, y me siento valiente y pelotudo. Mi primera renuncia. Bajo las escaleras, saco un cigarro y me voy de España para no volver nunca, nunca más. Que les den por culo.



miércoles, 5 de febrero de 2014

Todos los trabajos son de terror (I)

Montevideo, 2009. Año de mierda.



-Bueno. Decime, Federico: ¿conocés lo que hace la empresa?

-Claro que la conozco, forra. Ustedes son los que llenan de spam las casillas de mail, las páginas web y las bolas con ofertas de cosas que compran de a cien y venden cupones de descuento de viajes o depilaciones para nuevos ricos que tienen que empezar a aparentar un nivel de vida que esperan mantener por mucho tiempo.

Eso fue lo que contesté para adentro, aunque no lo creía del todo. Y usé "forra", que es algo bien de forro. Para el otro lado, para afuera, sonó algo más parecido a:

-Sí, claro.

Ella, la de recursos humanos, tiene un bronceado de cama solar o de Europa. O de cama solar de Europa. Sus manos están libres de anillos y de imperfecciones. Habla con un dejo de simpatía cheta y está masticando chicle o superioridad. Debe vivir en un piso alto de un edificio alto. Parece sacada de la foto de una publicidad de la empresa para la que trabaja. Capaz la eligieron por eso, o las horas de cubículos y buen sueldo la fueron convirtiendo en el modelo de consumidora de la compañía. De tanto mirar al axolote se convirtió en el axolote. Y yo también me estaba metamorfoseando pero al revés, en gusano. Yo, que siempre odié la postura de hater superado -esa forma de negar al otro que no es más que esforzarse todo el tiempo por reconocer su importancia- me estaba convirtiendo en uno y hasta pensaba con palabras porteñas. Qué forro.

-Una mierda -me había contestado el conocido que me recomendó para el puesto de trabajo cuando le pregunté qué onda. -No vas a tener tiempo para nada pero el sueldo está bien. Muy bien. Eso sí: si tenés miedo a convertirte en un yuppie ni vengas.

-Mirá, la verdad que a lo único que le tengo miedo es a ser un fracasado, pero como eso ya sucedió no hay drama, viejo -quise contestarle, pero tenía que empezar a preparar una falsa seguridad en mí mismo que combinara mejor con mi camisa preferida, la que llevaría a la entrevista de trabajo: marrón a cuadros, manga corta, bolsillos grandes, botones fáciles de desabrochar cuando vuelvo tan en pedo que me despierto en el 109 y me doy cuenda de que me pasé a veces de parada y otras de departamento. Es menos grave de lo que suena: la casa de mis viejos (en ese momento y los primeros meses de vida emancipada, por efecto residual, "mi casa") queda en un barrio envejecido y alienado que está en Montevideo pero al borde de Canelones y al borde de otro barrio de murallas altas y garitas rellenas de guardias de seguridad que custodian casas tan feas como queremos creer de todo lo que es inalcanzable. Un barrio cercano que nos muestra lo que nos gustaría ser. En el otro límite, un cante donde los tiroteos y los incendios de los ranchos nos recuerdan lo que no queremos ser. Habría que escribir sobre Carrasco Norte. Un lugar raro. Supongo que todos los barrios son de terror.

En fin: a mi recomendante le dije que sí, que claro, que no había problema con el horario ni con los dos ómnibus que me tenía que tomar (barrio de mierda, también en eso), que no me vendría mal el sueldo. Sueldazo. "No me viene mal". Qué mentiroso hijo de puta. Porque no es lo mismo no venir mal que venir desesperadamente bien. Esa forma de mentir que es decir la verdad pero ocultar el alma de los hechos. Bueno, el alma es que necesitaba plata urgente para dejar de rascar las monedas del fondo de una alcancía con bulimia que me pagaba los vicios, mientras tragaba el remordimiento y la comida en cada cena salida 100% del bolsillo de padres que -como en esa canción de Cabrera que ya no me queda- gritan otro idioma.

La entrevista, nada.

-¿Qué creés que podés aportar a la empresa?
-Unas ganas enfermizas de que me expriman en un trabajo repetitivo por un sueldo que no amerita el vaciamiento de alma, atenuado sólo por los viernes casual y las canastas navideñas que entre las latas de atún y los pandulces contrabandean la culpa de la explotación.

-¡Buenísimo! ¿Y cuáles creés que son tus cualidades?
-¿Puedo repetir la respuesta anterior?

-¡Excelente! Y decime: ¿sos bueno para trabajar en equipo?
-No, la verdad que no. Una mierda. Nunca puedo llegar en hora a ningún lado porque una fuerza magnética de origen sobrenatural me atrae hacia la cama con mi complejo de bicho bolita. Pero además de eso me distraigo con facilidad, soy una víctima frágil del procrastinamiento, chequeo mil veces todo lo que hago, soy lento, soy ansioso, soy inseguro y termino cediendo las cosas a regañadientes. Bah, inseguro no... digo, no sé. O capaz sí. Yo qué sé. ¿Vos cómo me ves?

-¡Bárbaro! Ahora vení por acá para la prueba.

La prueba (¿o La Prueba? ¿o LA PRUEBA?) era redactar dos anuncios similares a los que cada día se suben a la web y saltan en pop-ups que, como los inquietos en el cine y los altos en los recitales, tapan lo que de verdad queremos ver. Uno de los avisos era sobre un hotel de cuarta en Mendoza y otro, de meriendas carísimas para gente que tiene "tomar el té" como actividad social semanal y no como un placentero complemento de todo lo que se puede hacer frente a un monitor. Terminé LA PRUEBA y miré por la ventana. Piso mil de la torre gemela que está más al mar. "Si fueran plantas la otra sería la hermana boba", pensé. La vista da al asco de negocios de 26 de Marzo y, más allá, Kibón, que nunca entendí qué vinculación tiene con los helados. El mar, en su versión pocitense, se muestra menos marrón para gente menos marrón que, como si fuera un nene que logró unir sus dos primeras fichas de lego, no se molesta en mirarlo. Una vista preciosa, supongo, para la gente que tiene facilidad para disfrutar de esas cosas, o de las cosas en general.

Termino y saludo con mi entusiasmo mejor fingido. Paso por un comedor donde las secretarias comen de sus tápers tristes. Salgo al pasillo. Bajo por el ascensor que me subió, un casi autómata que cuando apreto el botón avisa con voz de locutora robot sin acento alguno que voy a la planta baja, por si soy ciego o pelotudo. El tablero, además de los redondeles fríos de metal, tiene tres rendijas para llaves, de esas que llevan a pisos en los que pasan cosas. Nadie en este mundo puede decir que es importante hasta que tiene en su llavero una llave para un ascensor con llave.

En una esquina, un ojo de androide me vigila -los pasillos también están llenos de cámaras- y le clavo mis ojos color aburrido, mientras bajo los mil pisos, pensando en qué pensará el uniformado color marrón agua montevideana que me está mirando. ¿Se estará incomodando? ¿Se estará cagando de risa? ¿Me estará mirando fijo también mientras me desabrocho la camisa sin dejar de mirarlo -botones fáciles- y fantaseará con que me voy a desbolar en ese móvil ataúd (Cabrera, otra vez Cabrera, usa esa expresión para referirse a un subterráneo. Nada más parecido en eso y opuesto en todo que un ascensor)? ¿Mirará a su compañero de reojo para ver si está dormido para poder seguir mirándome mirarlo sin complejitos? ¿Seré su anécdota del día y me contará a su mujer cansada?

Ya en el piso de abajo, marco la tarjeta, porque cuando entré me pidieron la cédula y me dieron una tarjeta magnética de visitante. Según algunas películas es más fácil colarse en el edificio de la CIA. Supongo que, como en Carrasco Sur, la gente siente que las cosas, más allá de que puedan correr riesgos o no, son más importantes cuando hay un guardia de seguridad antes.

Me fue mal, claro. Contrataron a una mina egresada de la Católica, o me lo inventé porque a toda la gente que no banco le encajo la Católica, lo que no significa ni ahí que toda la gente que estudió ahí me resulte detestable (el horno no está para bollos, me dicen, y si no fuera muy inapropiado en el contexto me encantaría retrucar que hornear bollos es exactamente la función de un horno).

De eso me enteraría después. Ese día la espina fue otra: era la jornada hippie (o, mejor: jipi; ver el post de Valizas, mi único y seguro último hit) de liberar libros y yo involuntariamente liberé mi camisa preferida en algún punto del trayecto hacia mi novia de ojos verdes, la del talento, la sin problemas para disfrutar de las cosas, la que hacía que la vida fuera un poco más algo y un poco menos nada. Me la trajeron de Estados Unidos (a la camisa) así que no me podía comprar otra. Igual, ¿con qué plata?

No quedaba otra: tenía que seguir buscando trabajo.