lunes, 1 de agosto de 2016

Borges GPS: disgustos, corazones quebrados y calaveras

Borges en 1969 en L'Hôtel en im hotel situado en la calle rue des Beaux Arts,
en 
París (fotografía de Pepe Fernández). Dominio público.

(Dedicado a Álvez, que saturaría de gratuitas calaveras 
la cuadra de mi casa.)


Hay una ciudad que se llama Montevideo. En el barrio Centro, que no está al centro, hay una esquina. Arriba, un techito protege a la gente que espera (porque es una esquina de esperar) del sol y de la lluvia. En esa esquina hubo una noche de llovizna y de cosas torrenciales. Bajo ese techito alguien tan mojado como yo me convenció, en pleno ataque de pánico, de que no me iba a morir.

Esa esquina queda a cuatro cuadras de mi trabajo. Hay un comercio que antes no estaba. Esperar que la luz roja se apague y se prenda la verde para pisar esa vereda no es como cruzar cualquier calle. Si pudiera lamer mis memorias, ésta tendría un sabor picante, que lastima la lengua, pero que deja un retrogusto amigable. Un momento de jengibre. Bajo el techo en la calle del barrio de la ciudad me quedó una marca. Una cicatriz, que no es otra cosa que un tatuaje involuntario.

***

¿Hay algo más trillado en el mundillo de las letras que arrancar un texto citando a Borges? Sí, dos cosas: citar la aberración poética que se le atribuyó con impunidad viral sobre tomar helados con María Kodama y andar descalzo por las calesitas (una confusión que sólo puede asaltar a alguien que nunca leyó o siquiera inhaló de las hojas de uno de sus libros) o tomar versos de su soneto "Buenos Aires", en particular los dos versos finales, tan fáciles de gatillar como un estribillo:

Y la ciudad, ahora, es como un plano 
de mis humillaciones y fracasos; 
desde esa puerta he visto los ocasos 
y ante ese mármol he aguardado en vano. 

Aquí el incierto ayer y el hoy distinto 
me han deparado los comunes casos 
de toda suerte humana; aquí mis pasos 
tejen su incalculable laberinto. 

Aquí la tarde cenicienta espera 
el fruto que le debe la mañana; 
aquí mi sombra en la no menos vana 

sombra final se perderá, ligera. 
no nos une el amor sino el espanto; 
será por eso que la quiero tanto.

Para los alérgicos a los contextos, esas dos últimas líneas se pueden interpretar en clave de confesión romántica-sado, en eso de que del amor al odio hay un sólo paso. Pero es un error, no mucho peor que confundir al narrador de "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" con el encorvado ciego que veía en amarillo, y poner en boca o pluma o máquina de escribir de asistente de Borges la frase "los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres". Un poco de Google, señores. No cuesta nada enterarse de que Borges no habla de un amor hacia una mujer, sino hacia su ciudad.

Pero basta de Borges. Hablemos de mí, que no soy ciego pero sufro de miopía y astigmatismo en grados no preocupantes y que, más que encorvado, no puedo quedarme mucho rato en una misma postura (mi circulación no circula bien), que no tengo japonesa -aunque china sería el vocablo adecuado dentro de nuestra gauchesca que tanto lo cautivaba- para que  me cebe mate. Y que no soy escritor.

***

Siempre me gustó la idea de Mathias sobre un salmón punk que decide ir a favor de la corriente. No hay nada menos inteligente que alejarse de los fenómenos masivos, por lo menos para saber de qué se tratan y poder discernir por qué motivos no están buenos o, cada tanto, llevarse sorpresas que están buenas. Pero, más importante: estudiar de cerca una verdadera pasión de multitudes; pasión, esa palabra que se parece a paz -dos palabras que descienden en el árbol etimológico del latín- pero que describe una capacidad de obsesión, creación y erudición (¿cómo se le puede llamar, si no, a un viejo que recuerda con exactitud la formación de Liverpool en cualquier año de la década de los 50?). Como dice el personaje de Francella en El secreto de sus ojos (que a mí, a favor de la corriente, me gustó): “El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión. Pero hay una cosa que no puede cambiar: no puede cambiar de pasión”.

Nunca voy a ser militar. Nunca voy a trozar -voluntariamente- un cadáver en la morgue de Facultad de Medicina. Nunca voy a salir a dispararles a animales por hobbie. Nunca voy a ganarme ninguna medalla por administrar mi adrenalina en ningún deporte. Nunca voy a tener hijos. Nunca voy a ser líder de nada. Algunas personas me dicen que nunca diga nunca, y yo respondo que nunca me van a gustar las frases hechas.

Pero tuve charlas con personas que sí sentían pasión por mis cosas que nunca, y aprendí datos -meterlos en mi cabeza, hacerlos centrifugar con los que ya tenía, es una de mis actividades preferidas-, encontré coincidencias en algunos casos y en otros descubrí formas nuevas de desagrado hacia mi interlocutor. También conocí la dureza de las barreras que nos separan de los otros, como en el caso de los futboleros ortodoxos. Pueden parar de trabajar para ver un partido, pero yo no cuando quiera ver un capítulo de una serie. Se mandan spoilers pero sólo prefieren ver los partidos en vivo. Se burlan de los que hacen cosplay pero salen de sus casas con imitaciones de camisetas de futbolistas.

Esos fenómenos, como el fútbol y Star Wars, son magnetos que atraen la atención de muchísima gente y las hace vibrar al mismo tiempo por las mismas cosas, como si un rayo cósmico irradiara a miles o millones de personas en todo el planeta al mismo tiempo. Justin Bieber es el flautista de Hamelin posmoderno; vale la pena escucharlo, por lo menos para ver si somos ratones o no.

Así que sí, voy a citar este poema tan trillado. Prometo recompensar.

***
-¿No te da cosa hacerte tatuajes, que te quedan para siempre? -me preguntó una vez una compañera de trabajo.

-Hay muchas cosas que si pudiera borraría antes que un tatuaje.

-¿Y si te arrepentís de haberte hecho uno?

-Vos tenés dos hijos. ¿Y si te arrepentís? -contesté.

-No podés comparar.

Y claro que no puedo comparar, le podría haber contestado. Una persona es más peligrosa que un dibujo hecho a pinchazos de tinta. Tu hijo podría ser el próximo Hitler, pero el Sandman que tengo grabado en el hombro no podría invadir Polonia. Nunca.

***

Dos de mis canciones preferidas de Uruguay son "Quince abriles", de Jaime Roos, y "Yo quería ser como vos", de Fernando Cabrera.

La primera habla sobre la angustia de no formar parte de una masa que tira pasos bajo el cotillón y la espuma ("otro cumpleaños que miraba de reojo / sin saber bailar"). Estoy seguro que se lo dedicó a mi adolescencia, a pesar de que nací tres años después de 1982, cuando se publicara el discazo Siempre son las cuatro. Bailar, otra pasión que me cuesta compartir o que quisiera haber entendido en mis épocas de pendejo, cuando me fui de todas esas fiestas sin haber sentido en la mano el calor de la cintura de la quinceañera, la textura de su vestido que recuerdo siempre blanco, aunque no fuera blanco.

(De esta versión de la canción, la original, rescato la sílabas que pisan el borde de los compases, el aura loser ochentosa y la coda eterna, cuando la canción se pica con batería sólida y se endulza con las voces de Mariana Ingold y Estela Magnone, un tramo que su autor describió alguna vez como "un coro de ángeles").




En el tema de Cabrera, el pretérito imperfecto del quería ser en el título habla de una resignación. Yo quería, pero ya es tarde. El opuesto al discurso del "soy como soy; me toman o me dejan" que predomina tanto en el rock megalomaníaco como en Thalía. El autor, sobre un arpegio en un la mayor con intervalos engañosos, confiesa envidia dolida por ser incapaz de alcanzar logros en varios rubros: tener una novia tan alta, ser el que toca la guitarra en la siesta, saber contentar a los viejos. 

(De esta versión me llevo la voz más nasal y la guitarra pop, más regular que las experimentaciones que ya se detectan en Ciudad del Plata y que marcaron su carrera futura).


Cabrera y Roos no pueden no haber leído ese fácil soneto de Borges. Se les nota, o al menos hay una sincronía. El primero rascó algunas de las zonas más feas o decadentes de Montevideo hasta descubrir o inventar alguna de las formas de la belleza. El resultado es un cancionero que no funciona precisamente como banda sonora para atraer turistas: "Rosedal / senderos, bancos / soledad / y la fuente llora su tristeza porque / no puede correr / hasta la fuente de atras del hotel", los viejos verdes y los chorros que describe en "Autoblues", Paso Molino, con sus bolsas de náilon que parecen brotar como brócolis del cemento eternamente sucio. El segundo, más conocido por las canciones poco brillantes que compuso en complicidad letrística con el murguero-publicista Raúl Castro ("Que el letrista no se olvide", "El grito del canilla", "La hermana de la Coneja"), también barrió sobre la alfombra un par de mugres de vereda: la ceremonia de dejar volar las cenizas de un amigo sobre el mar, la postal de olas marrones y blancas que se ve desde la rambla de Ciudad Vieja, la playa chica que muere en el Gas, el hombre de la calle que atraviesa el temporal. Cosas que vemos en Montevideo y que parecen mentira.

***

Y la ciudad, ahora, es como un plano 
de mis humillaciones y fracasos;

Borges convierte a la ciudad en más que un mapa, en un plano con post-its en esquinas, apartamentos, comisarías y bares donde la pasamos mal. Y en los versos finales, tan cliché, explica el mecanismo hipotímico de un hombre que nunca tuvo reparos en aceptar la tristeza -existencial, anecdótica- y habla de algo que los habitantes de esta ciudad gris sospechamos: una de las formas de entrar a una ciudad, de apasionarse por ella, es por sus peores puertas, por las cosas malas que nos pasaron en algunas esquinas, por el barniz opaco con el que vamos cubriendo este plano urbano con nostalgias, otoños, levantes fallidos, choques de autos, silencios nada cómodos.

Charlas con gente que se nos murió pero que quedaron adheridas como musgo a los muritos donde nos sentamos, las mesas sobre las que nos empedamos, los boliches donde fracasamos en todos nuestros planes para salvar el mundo o alguna otra cosa y las madrugadas que dejamos volverse mañanas sólo para quedarnos un rato más. Amigos que ya no tienen vida pero que nos embrujan la ciudad para que no nos olvidemos. Los únicos fantasmas en los que nos permitimos creer los agnósticos.

En mi plano de humillaciones y fracasos, Jaime Roos me ganó de mano: yo también tengo recuerdos que me hicieron daño en Durazno y Convención.

***

Un tannat rico para ser de producción nacional a temperatura ambiente. Viernes. Un bar donde se celebraban a la vez tres cumpleaños y un toque (Chino + Iván & Los Terribles, dos bandas ruidosas y circulares que vale la pena dejar que te taladren un rato). Charla productiva, con Marlboros de mi lado y fríos del suyo. Conversábamos con Francisco sobre todas las cosas, y aproveché una pausa para presentarle la idea que me había chispeado más temprano, cuando centrifugaron los primeros versos de "Buenos Aires" y un Google Map que había tenido que usar para llegar a un lugar conocido al que no sabía cómo ir. Una aplicación que podría llamarse Borges GPS (se me mezcla el copyright: él o yo sugerimos Montevideo 2016 y pensamos instantáneamente en el disco de John Cale). La descargás, la instalás y se abre un plano-mapa de la ciudad. Sobre los bares, plazas y fragmentos de rambla (pubs, estadios o cuarteles, para personas con pasiones de esas) podemos dejar marcas de las cosas malas que nos pasaron. Un plano de humillaciones y fracasos.

Con el correr de las copas nos inventamos tres tipos de marcador, de más leve a más grave: el dedo para abajo, el corazón quebrado y la calavera, que se aplicarían, respectivamente, a un esguince, un robo y una separación en terribles términos. También permite llevar la cuenta de cómo las ciudades van mutando, al descubrir el corazón quebrado de un examen de inglés perdido en el edificio de una academia, que hoy alberga a un gimnasio.

Y, como siempre, la noche se puso relativista: un hecho que para alguien podría merecer un dedito para abajo, podría ser una propia calavera para otra persona. Los cazadores coleccionan cabezas de animales que mataron a balazos. Los soldados coleccionan medallas por haber matado gente a balazos.

La pasión de uno puede ser acumular e identificar esos vórtices de la melancolía y la angustia. ¿Está mal?

***

Con Borges GPS tú podrás saber en qué escalones te tropezaste más, en qué esquinas tuviste más miedo, en qué líneas de ómnibus te tocaron los guitarristas más desafinados. Nuestro sistema de algoritmos permitirá traducir en estadísticas lo que hasta ahora identificabas como coincidencias: "67% de tus parejas traumáticas surgieron de una primera cita dentro del Municipio B", "en este bar hay 1% de probabilidades de que un mozo deje llorar la medida de whisky" o "el 99% de las veces que pisaste mierda estabas caminando por la vereda". A partir de esta información, tú podrás tomar decisiones calculadas en lugar de seguir tontas cábalas. ¡Incluso podrás comparar tu cantidad de calaveras con la de tus amigos! Borges GPS: pasarla mal pero acordarse bien.

***

Pero ningún programador va a invertir minutos freelance en una app tan antipática. Quedará en la caja de los planes geniales que nunca vamos a andar con ganas de concretar. Nunca seremos millonarios. Nuestra app nunca se volverá masiva ni viral. Nunca.

Como focus group improvisado, le conté la idea unos días después a Juan. Al 100% de los encuestados no les convenció, y el entusiasmo -que, igual, era fingido- se me apagó ante su respuesta probablemente sabia:

-Pasa que yo soy muy partidario del olvido.

***

ACTUALIZACIÓN

Álvez envió un prototipo de su plano, que demuestra una vida atormentada o un talento para la exageracion:




2 comentarios:

  1. Sólo una cosa no hay. Es el olvido.
    Dios, que salva el metal, salva la escoria

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    1. A Juan Peirano le gustaría esa frase, porque es un gran cultor del metallll.

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